Pretender que el ámbito creativo permanezca ajeno a los condicionantes de su tiempo, además de un error, resulta totalmente imposible. Para toda una generación, es indudable que el episodio que ha supuesto, y supone, la aparición de una pandemia global se ha materializado como un auténtico terremoto que ha sacudido nuestras conciencias en todos los aspectos, desde el más íntimo hasta el colectivo. Es por lo tanto comprensible y lógico que muchos de los discos, por centrarnos en el contexto musical, editados durante esta época, nazcan marcados, de muy diversos modos, con dicho estigma. La banda Moonshine Wagon no ha obviado dicha excepcionalidad, y aunque siempre hayan dejado una importante huella en sus composiciones el elemento crítico, su actual trabajo se ha tejido entorno a una idea común como es la de retratar con ácido tino una sociedad obsesionada con la inmediatez y el desaforado ritmo autoimpuesto, evidencias que el fundido a negro que ha traído consigo la crisis sanitaria ha revelado en toda su miseria.
Si es clara la especificidad que este álbum recoge en su concepto, en la esfera musical no podemos hablar de ningún viraje significativo, manteniendo como línea maestra esa explosiva marca personal a la hora de cohesionar los trepidantes ritmos pioneros del hillbilly con otras escenas estilísticas más contemporáneas, como el rock, el heavy o el punk. Una confluencia de universos artísticos que sitúan los ademanes de clásicos como Bill Monroe o Earl Scruggs bajo parámetros de rocosa naturaleza, no olvidemos de hecho que el productor de esta grabación, Pedro J. Monge, es un nombre ligado a la escena metalera. Si bien nada de lo expuesto hasta ahora va a desaparecer en la configuración de este “Self-Destruction”, vale la pena detenerse en el tono global que sobresale a lo largo de los diez temas seleccionados, siendo su carácter melódico, incluso intimista, la puerta de entrada para un prolijo uso de influencias y matices. Porque si a lo largo de su carrera Moonshine Wagon no nos habían dejado dudas acerca de que la intensidad y la potencia no surge como una mera acumulación de electricidad, teniendo en cuenta que su formato es totalmente acústico, este álbum maneja a la perfección tal ecuación para ir más allá y decorarla, sin llegar en ningún momento a desdibujarla, de un mayor poso de emotividad y una amplitud en su horizonte creativo.
Puede que en la consecución de ese registro sonoro algo tenga que ver el hecho de que haya sido la primera vez que la actual alineación, en forma de cuarteto, haya funcionado como un solo cuerpo, adquiriendo cada una de las piezas su propio esplendor para revertir en un opulento resultado global. Pese a ese cohesionado carácter grupal que impregna el álbum, no se puede obviar el valor y protagonismo que se adjudican instrumentos como el violín, que ya desde una inicial “First World Problems”, encargada de relativizar el origen de nuestras preocupaciones, impone una profundidad y melancolía, sumada a esas características bases trepidantes, que nos traslada hasta un escenario por donde encontrarnos a The Pogues. Un ingrediente, el relacionado con el folk británico, que no será para nada una excepción, como atestigua la versión de la tonada tradicional, vía adaptación ejecutada por Sorotan Bele, “Marinelaren zai”, bellísima pieza cargada de un nostálgico romanticismo que engarza con otros momentos emocionales como el reflejado por la elegante “The Plant”, pieza donde la mirada a esas raíces americanas se efectúa desde unas lentes tintadas de sobrio rock que perfectamente podrían pertenecer a The White Buffalo.
El cariz caleidoscópica que el disco va a ir generando a través de moldear ese arraigado esquema que define al combo vasco, permite alternar paisajes donde el ánimo cabaretero y patibulario de Tom Waits dicta el rastro de “Burn in Earth”, mientras un crudo trotar de acento sureño deja su impronta, entre dibujos blueseros dignos de Scott H. Biram, en “It’s So Slow”. Si nos referimos a los cénit alcanzados en lo relativo a nervio y arrebato, hay que poner la mirada en “Janari azkarra”, donde las más que reconocibles trazas del cuarteto esconden uno de esos himnos épicos -haciendo de la comida rápida una metáfora de una sociedad encomendada a la irreflexiva celeridad- aplicables a Su ta Gar, o en el alborotado inicio, en la onda de sus compatriotas Dead Bronco o de los irlandeses Flogging Molly, de un “Binge Drinking” que desemboca en un tempo mucho más pausado, perfecta analogía de ritmos cambiantes para reflejar el auge y decadencia que produce el alcohol y su inquebrantable culto. Y si Richard Thompson en su momento fue lo suficientemente valiente como para versionar el “Oops!... I Did It Again”, de Britney Spears, el grupo vasco sube la apuesta para cerrar su repertorio adaptando la no menos juvenil, “I Want It that Way”, de Backstreet Boys.
Moonshine Wagon con “Self-Destruction” ha movida ficha desde todos sus flancos: primero dotándole a su ya más que confirmado y revalidado sonido de rugientes raíces campestres un tono más melódico y variado, al mismo tiempo que acompaña ese envite con la construcción de todo un entramado reflexivo de pertinente actualidad. Que no nos distraiga ni su rudeza, aquí muy bien matizada por detalles más dóciles, ni el siempre bienvenido caballo desbocado en que a veces se convierten, su nuevo álbum es una perfecta disección del modus vivendi imperante en una sociedad que cuanto más cosmopolita y avanzada se cree más aprieta un acelerador que le lleva sin remisión a su autodestrucción. Recemos para que entre los escombros podamos encontrar al menos discos como éste.
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