Hace poco más de un año Molly Burch se presentaba en sociedad con "Please Be Mine", un estupendo compendio de canciones pop con regusto añejo y de torch songs bellísimas. Su debut le granjeó comparaciones con Angel Olsen, pero la cosa no iba por ahí. Burch no tiene el componente torturado ni la vena folk e indie rock de Olsen. De hecho, lo de Burch va por otros derroteros; la sencillez en las melodías de los girl groups apadrinados por Phil Spector y la emoción teatralizada de Roy Orbison. En "Please Be Mine" se puso en el papel de la falsa sufridora en el amor para ilustrar las letras de sus canciones, y lo hacía con tanto encanto y lucidez y sobre cosas que a todos nos han pasado, que te la acababas creyendo. Ahora, en su continuación, el también estupendo "First Flower", aunque siga habiendo algo de eso (las dudas y los sinsabores que causa el amor), la cantante y compositora norteamericana abre su abanico lírico. Temas como la ansiedad ante la página en blanco (la coqueta y juguetona “Candy”) o la inseguridad de tener una carrera musical sólida o el autoexamen emocional (ojo a la estupenda “To The Boys”), se dan cita en un nuevo cancionero que a nivel formal sigue la misma senda de su debut.
Burch no ha venido aquí para reinventar el pop independiente que mira hacia el pasado, pero sí para reivindicar la figura de la intérprete que emociona con su timbre de voz y el mimo artesanal con el que arma sus canciones. Su propuesta es atemporal y, felizmente, está fuera de modas.
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