El tercer disco de los madrileños Mohama Saz aspira a su consolidación en el terreno del crossover donde todo es una influencia posible. Al menos para ellos. Con la esencia predominante de sonidos turcos, mutan del jazz al rock, de la jam al ambient con gran facilidad, dadas sus amplias trayectorias individuales.
El baglama-saz de Javier Alonso brilla por sí mismo; una innovación que sólo a él se le habría ocurrido incorporar al rock. Va acompañado por otros timbres que nada añoran la potencial ausencia de la guitarra: como el clarinete y el saxo de Arturo Pueyo, o el bouzuki de Sergio Ceballos.
Una intro minimalista de cinco notas; ese es el arranque de ‘Los jinetes del destino’: solemne, introspectivo, alucinógeno, y plantea una entradilla para el cóctel de piezas largas que son ‘Avisenawino’ ‘Esplendor de cristal’ y ‘Nenúfar’.
‘Avisenawino’ se concibe con una estructura sencilla, igual que su premisa lírica, pero permitiendo el ensamblamiento de motivos cada vez más complejos y la creación de esos ambientes que, a falta de un lenguaje mejor, tipificamos con pasmosa vaguedad de “psicodélicos”.
El na-na-na que abre ‘Esplendor de cristal’ no la hace parecer la dura crítica contra las soberanías y monarquías, contra el control del poder, que realmente es. Pero porque tampoco esto es demasiado evidente. Un sentido tragicómico impera en las melodías y líricas de Mohama Saz, que junto con escalas, que no disuelven nunca del todo la tensión armónica, crean un ambiente de deliciosa incertidumbre. Tampoco ayuda al “pensamiento fácil” su arte gráfico, con simbología mística: mudras, escaleras, coronas… Unas representaciones gráficas sobre el poder en una apurada dualidad: el poder establecido y el verdadero poder (el espiritual). Un acierto, con respecto a anteriores ilustraciones, donde se perdían por el arte pictórico abstracto (como ocurría en "Negro es el poder").
Las extravagantes versiones ‘Erzeroumi Shoror’ (una canción tradicional armenia) y ‘Altiplano’, una recreación de Putucun y Viday, tonadas tradicionales de Bolivia) nos hacen cruzar el planeta, del Cáucaso a Los Andes. Son como 12.000km, es decir, casi las antípodas. ‘Altiplano’ nos la traen convertida en la más cantable y luego jazzística pieza de un disco en el que predominan en momentos pausados, pero con arrebatos como ‘Semana Santa’, que empieza lúgubre pero se deconstruye en el lamento errático del clarinete. Luego explota y desemboca en una escala tan mediterránea como la menor armónica, la escala árabe por antonomasia.
Y finalmente, el epílogo ‘La marcha del rey’, evidenciándose el disco como un rico crisol intercultural, un viaje musical en el que, tanto los músicos como el oyente, se deleitan sin el deseo de una excesiva ostentosidad, pero con la llama viva de la curiosidad. Es como si por un rato fuéramos “turistas de los sonidos” del mundo. Y es que Mohama Saz han conseguido un trabajo muy notable, sin la abundancia de colaboraciones del anterior disco, y sin pretensiones locas. Ahora, de hecho, no han invitado a ningún músico externo, y se han centrado en sus propios instrumentos y en la interpretación inspirada y cargada de experimentación. Hacen patente el desconocimiento que tenemos (que hasta Internet tiene) de la culturas del Cáucaso. Y no es que hagan una búsqueda intelectual en el makam; sistema de tipos de melodía utilizados en la música clásica árabe, persa y turca. O el concepto de microtono o Koma, que también es herencia de esta región; no hay una innovación en ese género llamado anatolian rock o en la herencia de la rica música progresiva turca que tuvo su auge en los 60/70. Pero en algunas piezas se intuyen los deseos de aproximarse, desde la curiosidad, a todas estas cuestiones; siempre sin perder raigambre. Y es que decir exótico es quedarse corto.
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