A estas alturas de la película, la fórmula Mogwai no va a desviarse de su más que reconocible marca de fábrica ni tampoco se va a limitar a calcar punto por punto todas y cada una de sus peculiaridades. Seguramente para no aburrirse ellos mismos y para no aburrir tampoco a su parroquia. Son lo que son. Los tomas o los dejas. Y su décimo álbum ya (de los convencionales, dejamos fuera bandas sonoras y otros encargos paralelos) vuelve a brindar ese equilibrio entre la fidelidad a un sonido del que tienen la patente y esos ligerísimos nuevos retoques que tienen más que ver con la incorporación de instrumental inédito (modelos de sintetizador no empleados hasta ahora, algunas cajas de ritmo, arreglos de cuerda más llamativos) que con ninguna modificación a la hora de componer.
Su dinámica de trabajo es la misma, con la única salvedad de que Dave Fridmann, a quien podríamos considerar su productor fetiche (ya trabajó con ellos en el mayestático "Rock Action", de 2001, o en el hipnótico "Every Country’s Sun", de 2017), se ha visto obligado a supervisar desde la distancia, ya que la pandemia imposibilitó que los escoceses viajaran a Nueva York tal y como tenían previsto. Así las cosas, los reyes del maelstrom sónico siguen luciendo galones a la hora de combinar sus clásicas escaladas de calma, furia y nuevamente calma, su proverbial técnica del yoyó (“Drive The Nail”, “Ceiling Granny”) con sus pasajes de sosegado onirismo levitante, fragmentos de bandas sonoras inexistentes (“Dry Fantasy” o “Fuck Off Money”). Su taimada experiencia para fundir rock acerado y scores de punzante poder evocador. Y al final da un poco lo mismo que Atticus Ross (Nine Inch Nails) ponga su granito de arena en “Midnight Flit” y el saxofonista Colin Stetson lo haga en “Pat Stains”, porque Mogwai siguen sonando solo a Mogwai. Enough is enough.
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