Hay un cierto anhelo de trascendencia – que en ocasiones raya en lo grandilocuente: no hay más que escuchar “Geyser”, su sencillo de adelanto – que hace del quinto álbum de Mitski Miyawaki (de nuevo con su fiel Patrick Hyland a la producción) un artefacto menos certero que su precedente, el brillante "Puberty 2" (2016).
Serán los estragos de crecer bajo el escrutinio de los focos, la dificultad para tomarse un respiro que comporta la vida en la carretera o simplemente esa anestesia sentimental que a sus 27 años le lleva a sentir la misma nostalgia por el amor que por el desamor. La necesidad de pincharse con una aguja y sangrar para probar que aún puede sentir con la misma intensidad que antes.
El caso es que, debatiéndose entre lo evanescente y lo terrenal, la estadounidense de ascendencia japonesa ha despachado un disco en el que las melodías lucen enrevesadas y no fluyen con la misma naturalidad. La gran mayoría no sobrepasan los tres minutos. Son como haikus sonoros que, desprovistos de los accesos de electricidad guitarrera de su precuela (y también con menos recesos folk), parecen tratar de competir en la misma liga que Anna Calvi o Goldfrapp, pero acaban por nadar a la deriva, con la brújula extraviada. Tan solo la contagiosa vitalidad de ese single de libro que es “Nobody” y el precioso cierre que es “Two Slow Dancers” descollan entre un argumentario que huele a paso en falso.
Una crítica francamente lamentable. Es uno de los mejores discos de este año tan flojo. Yo, de ser Carlos Pérez, me lo haría mirar.