Tienen su propio lenguaje, y lo dominan a su pleno antojo. Mishima siempre fueron demasiado sofisticados para el rock de festa major y también para el indie de postal que capitaliza grandes citas clónicas, y en ese terreno (algo de nadie, la verdad, o más bien de talentos que merecen mayor eco) lleva moviéndose una carrera en la que prácticamente cada nueva colección de canciones ha resultado ser ligeramente más sólida que la anterior: todo un logro tras más de dos décadas.
Su noveno álbum cierra una suerte de trilogía no prevista, grabada con el productor Peter Deimel en los estudios Black Box de Anjou (Francia), y acredita una espléndida madurez. Un álbum versátil, inspirado, consecuente con su trayectoria y con la etapa vital en la que se encuentra el quinteto catalán, que llega tras el mayor lapso de silencio que han experimentado (al menos en cuanto a álbumes), cinco años desde el anterior, y que gira en torno al amor (ojo a “El llibre de l’amor”, adaptación de Magnetic Fields), el paso del tiempo, la muerte, las apariencias, las adicciones modernas o la necesidad de redescubrir las cosas de la vida con una mirada nueva. Más de lo mismo, sí, pero mejor aún.
Título de ligera y muy puntual inspiración pandémica, que busca (y encuentra) nuevas soluciones con las que retarse a sí mismos y a su propio público (la coda final de “Por de mi”, el desarrollo instrumental de “Gener sobri” o el cambio de ritmo de “Cotó”), como si fueran canciones dentro de canciones, ligeros giros argumentales insertos en composiciones matriohska, "L’aigua clara" combina ejemplarmente lo intrincado con lo sereno, la elaboración macerada con el estallido pop (ahí están “Sé que ets tú” y la misma “Cotó"), y alimentará sus próximos directos con otro puñado de argumentos de peso. David Carabén y los suyos son clásicos de nuestro tiempo, y se lo han ganado a pulso.
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