A estas alturas, no deja de ser harto ridículo tener que reivindicar la trayectoria en solitario de Miqui Puig. El ex de Los Sencillos no solo es una figura esencial para la dignificación de la liturgia pop en este país, sino que además siempre ha contado con una biblioteca mental que le permite reescribir la historia de la música de baile.
Del funk al house, Puig siempre se ha esmerado en aportar un plus de literato que, lejos de la pedantería habitual en esta clase de espeleólogos, siempre ha desembocado en una contagiosa invitación a la discoteca bajo pestillo. Fiestas privadas con las emociones, a las que Puig lustra de purpurina y canciones tan redondas como en este “De amor, barro y motocicletas”; seguramente, su trabajo más redondo hasta la fecha. Y eso ya es mucho decir. No en vano, no se me ocurren dardos más envenenados contra la intransigencia social que “Raros”, tampoco piezas de pop tan infecciosas como “Plum Cake”; y en la que recuerda a una especie de versión spectoriana del gran Carlos Berlanga. Pero estos no son más que dos capítulos de un fresco que aglutina quince invitaciones al baile en solitario o acompañado.
Del funk de alta costura la música disco licuada en perfume francés, Puig transforma gusto exquisito en trago largo de vitalidad otoñal. Pop en su máxima expresión, para el cual se ha decidido por lanzar cartas ganadoras como la magnética saudade de “Chill Out” y esa filigrana de pop latino que es “El graduado”.
Sea cual sea la fórmula empleada, lo que nunca cambia es el surtidor de la inspiración: a rebosar para la ocasión. En definitiva, un Miqui Puig que, más que nunca, desmonta “ese rollo rock, tan de hombres, que siempre odié”, tal como canta en la fabulosa “Karaoke”.
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.