El rostro desenfocado de la portada refleja la sensación de alienación y extrañeza, de tristeza y desorientación que nos queda tras escuchar el disco. Los 8 temas que lo componen -6 en euskera y 2 en castellano- tienen mucho de melancolía, apatía y desilusión. Tienen mucho, en definitiva, de realismo capitalista, de estos tiempos de agonía y colapso que padecemos. Pero no es solo eso. También es elegancia, fuerza y ganas de bailar. Es una danza melancólica, sí, un extraño sueño de luces bajas y colores difuminados, pero también es pop violento. Es rabia y esperanza, resistirse a abandonar la pista de baile para abrir grietas a golpes con el objetivo de escapar hacia un lugar mejor. No olvidemos que otra de las acepciones de pop es “explotar” o “estallar”. Así lo demuestra el trío Merina Gris en su primer largo.
El álbum abre con una voz metálica en “Saiatzen naiz”. Suena perturbador e inquietante. De ahí pasa a un medio tiempo en clave trip-hop que nos transmite la apatía que provoca vivir en una sala de espera. Hay un amago de despertar, pero pronto vuelve a la introspección. Aunque no lo parezca, lo intentamos, aunque no siempre ganemos, aunque caigamos. La carga que llevamos a la espalda es demasiado pesada. Habrá quien diga que “90”, el segundo corte, es una canción generacional, sea lo que sea eso. Lo que si está claro es que hablan de si mismos, nacidos en esa década. Hablan del peso de la nostalgia y de la pérdida de la inocencia, de ver a tus padres romperse. De la autoexigencia y de los futuros perdidos. La voz distorsionada transmite esa sensación de desorientación, de que algo no va bien. Y esa sensación nos provoca una necesidad de huir que se cristaliza en “Ez geratu azalean”, una pulsión de vida, nos asomamos al precipicio para volar. Despegarnos de lo que nos ata al suelo y atrevernos a bailar. Ese es el camino que va cogiendo el disco, aunque el tono de las letras no varíe. En “Ardi Latxen herrian” encontramos el pop más bailable junto a voces crepitantes y coreables para, a la vez, hablar de culpa y autopercepción, de vivir en un rebaño y darte cuenta que muchas veces eres uno más.
En “ALMAR” disminuye el tono y se bajan un par de marchas, al menos en apariencia. Un paseo por nosotros mismos nos planta frente a la necesidad de sentirse viva, de querer contar historias “que son la hostia”. Y ahí es donde ocurre el hechizo, como si se tratase de una canción de Witch House. Se da paso a “Besteek zer”, una canción que estalla frente a la presión de grupo, a lo qué pensará el resto y lo que se nos exige. El tema explota porque esto es insostenible. Estamos en el centro de la pista y aquí solo importamos nosotros. El resto es mentira, trampantojos y vidas impostadas. Una vez aprendido esto, estamos en disposición de evitar la dopamina vacía y habitar el presente en “Hemen orain”, donde se nota un atisbo de felicidad que se va haciendo cada vez más presente a medida que el tema avanza, a medida que nos liberamos de nuestras ataduras digitales. Otra losa es la nostalgia, esa arma reaccionaria de la que dan buena cuenta en “Antes no era más feliz”, una canción que empieza como un sueño. Pero el beat se hace cada vez más presente, nos llena y nos levanta. Tiempos pasados no fueron mejores y decidimos mirar hacia delante. Cuando la canción parece que muere y que el sueño se acaba, regresa el estallido. El mundo parece derrumbarse, pero nos resignamos a dejar de bailar.
Generacional o no, el primer disco de Merina Gris es el comienzo de algo, de la andadura de un grupo del que no nos queremos perder nada de lo que tenga que venir.
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