A buen entendedor, pocas palabras bastan. Eric Sueiro, Marc López, Joan Morera y Josep Peris tan solo han requerido de una de cinco letras para reducir en expresión y contexto el sino del que dicen ser su primer álbum conceptual, inspirado en la pérdida y en los diferentes tropos que la tristeza y el desarraigo traen consigo. Después de tres discos marcados por una cierta inestabilidad formativa y una ambiciosa fórmula de difícil etiquetaje, los barceloneses Medalla nos arrojan ahora una contundente y enrabietada patada titulada “DUELO” con la que no solo conforman su mejor propuesta hasta la fecha sino que enmarcan, desde la universalidad de su mensaje, todos esos bretes comunes que la vida nos va poniendo por delante, como si de una gymkana macabra y despiadada se tratara.
El pegamento y nexo que une los trece puñales de honestidad y furia que el cuarteto nos lanza no es otro que la sinceridad mutua entre sus miembros, dispuestos a abrazar sin remilgos ni enterezas impuestas su lado más frágil, explorando los límites de la emoción y hermanando bajo un mismo discurso a tantos como quieran latir al ritmo de las frecuencias y pulsiones que ellos dictan. Detrás de “DUELO” hay un trabajo de auto-descubrimiento y análisis íntimo que pone a prueba los clichés de una generación alérgica a la debilidad y envenenada por la cultura del esfuerzo, demostrando entre sus consignas (“Soy un desastre, soy miserable / Un sentimiento que me devora, el triunfo de la derrota”, cantan en “HIMNO PARA LA DERROTA”) que la verdadera sanación comienza en el momento en el que nos reconocemos en nuestro estadio más bajo y miramos de frente a aquello que nos acecha (“Vaya donde vaya estoy acompañado / Tengo una sombra, son mis demonios”, escuchamos en “BANDERAS A MEDIA ASTA”).
A pesar de lo crípticas que en ocasiones puedan resultarnos sus letras, el fin último del disco termina por calarnos gracias, precisamente, a una narrativa flexible con la que cualquiera puede sentirse identificado (“Escapar de una coraza, mudar la piel, sentir que no avanzas”, versa la sobresaliente “ABANDONARSE A LA TRISTEZA” entre líneas de sintetizador). Dicha accesibilidad queda también plasmada tanto en sintonía como en tono, pues los chicos de Medalla han logrado dar con una oferta mucho más sólida y coherente en términos instrumentales que la que presenciábamos en otros de sus trabajos, descartando experimentos y apostando por un camino más homogéneo (apuntalado, una vez más, por la ya regular producción de Sergio Pérez García). Aun así, el toque de la casa (arisco con el conformismo y lo convencional) sigue estando implícito en esta nueva entrega, siendo su particular sonido la carta de presentación de una banda que no quiere ponerse límites, sabiéndose conscientes del riesgo que en ocasiones supone sonar demasiado feroz para el rock independiente y demasiado suave para la escena más pesada. Ajenos a ello, Medalla van a lo suyo y descargan sobre nosotros un aguacero de melancolía visceral y solemnidad crítica a puro riff, sacudiéndonos desde el mismo inicio y encontrando melodía dentro del ruido y consuelo dentro del desastre (“TODO ESTÁ ENFERMO”). Sumidos en su mecánica más filosófica y lapidaria, suena procedente dar paso a la épica; una en la que la victoria pasa a un segundo plano y se centra en recordarnos el valor de una gestión emocional digna, afilando la métrica más psicodélica (“JARDÍN DE PUÑALES”) y la armonía más medievalista (“SOLEDAD”).
La encargada de bajar el telón es una intensa y emotiva pista homónima a dúo (todo un rara avis en la discografía de los catalanes) co-protagonizada junto a la artista madrileña Valdivia, quien tiene a bien poner el corolario idóneo a un disco con alma y piel, dispuesto a hablar a las claras y reconfortar a quien lo necesite. El bronce y la plata ya las tenían; su valentía, arrojo y autenticidad les supone ahora el oro.
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