Mucho se había especulado sobre el nuevo proyecto de Billy Corgan tras Smashing Pumpkins, pero pocos podían imaginar que el resultado final tuviera la inspiración melódica que poseen los catorce temas que recoge su primer álbum. Pequeñas gemas revestidas de cierta espiritualidad divina y una fe a prueba de bombas que además nos recuperan el lado más conciso, menos difuso y pajolero, de un Billy Corgan al que tan sólo le puedes poner la pega de su chirriante tono vocal que gusta o disgusta, al igual que condiciona de lleno toda canción que interpreta. Y de eso precisamente se trata, de canciones tocadas por la maestría de una mente que muchas veces se ha perdido en si misma y en sus bulliciosas ideas, colmada de ego como estaba y por no tener a su alrededor a nadie con la suficiente entidad y fuerza para pararle los pies. Ahora el peso de esa función parece recabar en sus nuevos acompañantes, poseedores todos ellos de un vitae a la altura del maestro de Chicago y al que le han extraído lo mejor de si mismo. Toda una suerte para todos los fans de los Pumpkins que todavía gozamos con el placer que nos proporcionan sus dos primeros discos.
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