Pripyat

Lo de Marina Herlop es diferente. ¿Diferente a qué? Pues a casi todo. No lo decimos por sacar punta a ningún argumentario promocional. Es que es así. Podemos jugar a simplificar las cosas y decir que es como un cruce entre Kate Bush y ARCA (en cuyo sello, PAN, publicó su anterior disco), pero afinaremos más el tiro si resaltamos que su música es tan singular como esa ciudad fantasma ucraniana que ella misma ha escogido para titular su tercer álbum: "Pripyat", en plena zona de exclusión de Chernóbil.

El poso de pianista clásica sigue ahí. También la dificultad para diferenciar cuánto hay de orgánico y cuánto de injerto en sus canciones. Y esa incerteza es una buena señal. Los sonidos que emite parecen extensiones de su propio cuerpo, y eso es algo que cualquiera que la haya visto alguna vez en directo podrá atestiguar (en nuestro caso, fue en el último Primavera Weekender, en noviembre pasado). No transmite una pose.

La forma en la que las teclas de su piano y los beats bailan entrelazados en “abans abans” recuerda, inevitablemente, a la Björk más conceptual y esquiva. Los ritmos quebradizos, las percusiones minimalistas y las onomatopeyas de “shaolin mantis” preludian, por su parte, esas cuchilladas rítmicas que (ahora sí) parecen sablazos de un videojuego shaolin, mientras su voz se multiplica en un conjuro inspirado –dicen, hay que fiarse– en la música carnática del sur de la India en “miu”.

Hay un mundo propio en estas siete canciones (seis + 1, porque la última es la choir version de “miu”), algo siempre complicado de lograr, y una extrañeza que pervive porque los asideros en forma de melodía son lo suficientemente laxos e inaprensibles como para que el misterio también perdure. Hay diferentes puntos cardinales y distintas culturas en juego (“Kaddisch”). Y hay, sobre todo, una artista que se vacía mientras pule su propio lenguaje.