Le ha costado lo suyo. Sudor, mucho trabajo y más de una lágrima. Pero Margo Price está más que posicionada – por méritos propios, desde luego – como una de las grandes voces femeninas del rock norteamericano de raíces. Su tercer álbum en solitario – tras la aventura de Buffalo Clover – ya no cuenta ni con el apoyo del sello de Jack White (debuta en Loma Vista) ni con la producción de nuestro Álex Muñoz, aquí suplido por otro de los nombres de referencia de lo que podríamos entender como country outlaw, Sturgill Simpson. Y es más versátil, más ambicioso, más heterogéneo que nada de lo que haya hecho antes, con la particularidad de que mantiene intacto el aura de credibilidad de estrella hecha a sí misma. Y no es una frase hecha: a punto está de terminar de escribir su autobiografía, porque con solo 37 años ha vivido lo que muchos y muchas en toda una vida.
Artista de raza, vocalista de excepción y compositora – junto a su marido, Jeremy Ivey – de gran calibre, aquí se luce con arreglos eléctricos que remiten a Led Zeppelin (“Twinkle Twinkle”), con un perdigonazo de synth pop que debe producir sarpullidos a las viejas esencias de Nashville (“Heartless Mind”, con esos sintetizadores que recuerdan a The Cars) o un fantástico avance (“Letting Me Down”) con el que podría competir con Jenny Lewis al trono de nueva Stevie Nicks, si no fuera porque los nombres de Janis Joplin, Dolly Parton o Emmylou Harris siempre orbitan – con razón – a su alrededor cada vez que abre la boca y empuña una guitarra. Y luego está la cuota de medios tiempos y baladas, con preciosidades como “Hey Child”, “Stone Me”, “What Happened To Our Love?” y la enorme “I’d Die For You”, transpirando la misma vulnerable humanidad, emoción y honestidad que sugieren sus títulos. Un gran salto adelante para una carrera que podría marcar época.
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