Importa poco dilucidar si cada nueva entrega de M Ward está más cerca del pop, del folk, del soul o del rythmn and blues, porque su música es un género en sí mismo. Tampoco es de gran trascendencia resaltar que su décimo álbum (cada vez llegan más espaciados, sobre todo en esta última década, tan enfrascado en She & Him o Monsters Of Folk) ha sido grabado en los estudios de Arcade Fire en Montreal con uno de los ingenieros de sonido de cabecera de la banda, Craig Silvey, y con dos de sus miembros, Tim Kingsbury y Richard Reed Parry, salvo que de ello se deduzca que el saxo –estelar en un par de momentos– y un acolchado sintético muy puntual enlucen un argumentario que tampoco necesita demasiadas novedades porque debería estar fuera de concurso, de lo atemporal que siempre ha sido, pululando en su propia burbuja. Lo que no está de más es resaltar que nos encontramos muy posiblemente ante la mejor colección de canciones de Matthew Ward desde los tiempos de “Hold Time” (09), y eso es mucho decir. Muchísimo.
Entrando en materia: “Heaven’s Nail & Hammer”, en clave casi swing, es directamente celestial, al igual que la preciosa “Migration Of Souls”, aderezada con saxo. Un instrumento que también remata la fantástica “Independent Man”, dotada de un halo de fantasmagórica nocturnidad cercana a un soul de ojos azules que parece querer competir con el último Destroyer, como ocurre también en la deliciosa “Unreal City”, la más pegadiza del lote, con factura de single de efecto fulminante. “Coyote Mary’s Travelling Show” podría pasar por un blues arrastrado si no fuera porque en sus manos todo suena tan pulido, tan bien bruñido en ese taller de pedrería vintage en el que cuece sus canciones, que logra que casi nada sea lo que parece a simple vista. En formato más desvestido, primando la guitarra acústica y acercándose a la tradición folk, brillan “Along The Santa Fe Trail” y la preciosa balada “Chamber Music”, hasta que irrumpe “Torch”, tan delicada y frágil como si fuera a romperse en mil pedazos que sus primorosos arreglos de cuerda se encargarán de recoger, y ya entonces uno ni siquiera siente que sobren los dos interludios acústicos del álbum, “Steven’s Snow Man” y “Rio Drone”, justo al final. No hay aquí ni un nanosegundo de desecho.
Dice el californiano que se ha inspirado en este periodo de migraciones forzosas a la hora de dar forma a este álbum, ambientándolo en un futuro próximo menos traumático que el que viven hoy en día quienes se ven obligados a un penoso éxodo, exprimiendo al límite un wishful thinking que puede confundir deseo con realidad. Pero a uno le da por pensar que si se hubiera puesto a recitarnos su lista de la compra o la relación de los contactos de su teléfono móvil apellido por apellido, el resultado hubiera sido igual de brillante y conmovedor. Una gozada absoluta.
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