Portada horrible y buen disco. La nueva muestra de artesanal talento del que fuera líder de los Soft Boys se mueve por las coordenadas de toda su carrera y discurre correctamente mientras Syd Barret observa desde la retaguardia. Ecos psicodélicos que se extienden a lo largo y ancho del disco, dando forma a un folk campestre capaz de emocionar a pesar de lo escasamente innovador del discurso.
Robyn Hitchcock no saldrá nunca en letra grande en las enciclopedias musicales (tampoco sé a ciencia cierta si debería hacerlo), pero lo cierto es que estamos ante un artesano de canciones a la vieja usanza que, con la instrumentación básica de una acústica y una voz, sabe transportarte a otra época, la de la inocente psicodelia naïf capaz de cantarle a las manzanas y las naranjas. Buena nota tendrían que tomar los hacedores de canciones que pululan a lo ancho del universo del folk actual. Y es que las suyas son entrañables viñetas de vida que te hacen sentir vivo y enamorado, obligándote a desempolvar los álbumes en solitario de Barret, el auténtico genio creativo de Pink Floyd, e ir a la caza de otras obras de este druida, Hitchcock, capaz de construir otro clásico menor.
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