No hablamos en este caso de existencialismos que busquen interpretar esta historia. El devenir del rock es amplio en canciones y artistas que han intentado llegar a la esencia de algo completamente imposible de aprehender. Pero gracias a dios o al monstruo del spaguetti volador, también ese rock’n’roll está lleno de seres que no buscan otra cosa más que facilitar el tránsito por estos caminos. Y si lo hacen a la manera de los pamplonicas Los Ginkas, entonces es que la cosa va bien.
Porque vuelven por donde suelen, por ese, perfectamente definido en el título del disco, “Maratón de baile”. Y vuelven con su supuesta inocencia a cuestas que no es otra cosa más que ironía sustentada en un amor por toda la cultura pop y lo que de lúdico tiene ésta. Vuelven con catorce canciones en media hora, porque menos es llegar al máximo. Vuelven repletos de guiños: a los Ramones, como es menester, pero también a los aires poperos tras el muro de sonido de las Crystals; a los Nikis, como es de recibo, pero también a unos Kinks cuyo “David Watts” parece caracolear por todas partes; a los 60, donde nació la melodía aplicada a la vida, pero fusionado con unos 80 que volvieron a traerla a primera línea. Y vuelven acompañados de colaboradores que sabes participan de la misma visión de la jugada. Aquella que pretende recuperar para el rock’n’roll, para el pop, para el punk, el sentido lúdico y sudoroso de la noche.
Y encima, por si esto fuera poco, demuestran un excelente gusto combinando creaciones propias con otras del gran fuera de la ley Bobby Fuller, de una de las joyas más desconocidas y descacharrantes de los 80 nacionales, Federico y Terry, de parte de la prehistoria del power-pop norirlandés del cambio de década 70-80’s, The Peasants, y de aquellos The Chipirons nacidos de las entrañas de Los Nikis y Ataque de Caspa.
Pero de verdad, con estas credenciales y estos pildorazos, ¿quién en su insano juicio no va a amar a Los Ginkas?
Hablar de ellos es hablar de tres letras mayúsculas que por sí solas lo explican todo: POP.
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