Tras dos discos –“Incluso festivos” (Wild Lion, 15) y “Año selvático” (Wild Lion, 17)– con los que llamaron poderosamente la atención a base de golpes secos (cuando no de hostias como panes) en la mesa, Los Bengala se vieron obligados a hacer frente a un forzoso proceso de reinvención. Sucedió cuando el ardoroso Borja Téllez (batería y voz principal) dejaba el proyecto, rompiendo así la dupla que formaba con Guillermo Sinnerman (guitarra y voces) y, de paso, aquella sinergia que venía de los tiempos en los que ambos militaban en The Faith Keepers. Guillermo se vio entonces en la tesitura de decidir si continuaba en la senda o, por el contrario, finiquitaba el asunto para siempre.
Finalmente, el zaragozano apostó por seguir adelante con el acompañamiento de otros músicos (en la actualidad, Johnny Carlos es el otro componente fijo de la formación), en un proceso que ahora cristaliza definitivamente en el tercer álbum de Los Bengala, el primero sin la presencia de Borja (que, igualmente, toca la batería en “Me estresa todo”). La consecuencia de esta segunda vida de los felinos es “Peligro de extinción”, un disco que mantiene la más pura esencia del combo, al tiempo de entreabrir la persiana para que entre una pizca de luz adicional. De este modo, la obra continúa albergando generosas dosis de rock con tendencia garagera y líneas gruesas, si bien insinúa un componente ligeramente pop que sofistica algo el asunto.
La referencia es, en cualquier caso, un compendio sin trampa ni cartón, acelerado y vitaminado a lo largo de ocho piezas (el vinilo incluye dos temas extra), en el que Sinnerman canta al amor, el estrés, la mala baba, el TDA o el amanecer con idénticas dosis de rabia y romanticismo. Píldoras que resuenan tan consistentes y asalvajadas como de costumbre, caso de “Ya sale el sol”, “No me voy a vengar”, “Si no estás aquí” o “Aún te quiero”. Es obvio que Los Bengala no son el grupo más minucioso ni delicado del mundo. Los suyo es hacer virtud de una inspiración visceral convertida en canciones asesinas que muerden en la yugular, generando un continuo que, a su paso, resulta un huracán sonoro tan tosco y primitivo como adictivo y placentero.
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