Lily-O

Suena la inicial “Walkin’ Boss”, y basta advertir cómo retuerce esa pieza de bluegrass hasta convertirla en una barahúnda de guitarras cuyas cuerdas se trenzan y se desenredan para dar con algo que las palabras no pueden concretar con precisión, pero habita mucho más allá de la tradición de la que nace. Así es Sam Amidon, un tipo que malea, aquilata y casi hasta pervierte los géneros tradicionales del gran cancionero norteamericano, desde una perspectiva equidistante entre la reverencia y el transformismo, pero siempre obedeciendo a uno de esos talentos mercuriales que tan esenciales resultan si de lo que se trata es de despuntar en medio del maremágnum de cultivadores de géneros tan seculares. Folk que toma impulso desde la leyenda coral de los Apalaches para propulsar sus preceptos a una dimensión distinta, apenas transitada y aún por definir.

Cuenta en esta ocasión con un cómplice necesario como es Bill Frisell, quizá uno de los hombres más capacitados para extraer una amplia gama de sonoridades a su guitarra dotándose de la mayor economía expresiva posible, lejos siempre de la complacencia pirotécnica. Y cuenta de nuevo con la modélica producción del islandés Valgeir Sigurðsson, conocido por sus trabajos para Björk, Bonnie Prince Billy o Sigus Rós, quien parece acolchar el vuelo libre de Amidon con singular precisión. Ellos son los tres vértices que hacen de este “Lily-O” un trabajo que se perfila como un nuevo sortilegio en su ascendente carrera, hasta ahora repleta de álbumes que van calando de forma lenta pero inapelable. Y que ofrecen una perspectiva más rica (aunque igual de seductora) que la que exhibió en su última gira por nuestro país, mucho más espartana, cuando nos visitó con la única compañía del percusionista Chris Vatalaro, también aquí presente. Un álbum tan prístino como osado, firmemente aposentado en sus propiedades curativas. Las que brotan cuando la pureza no se contradice con la amplitud de miras.