Enfrentarse a un disco póstumo de un artista de la grandeza de Leonard Cohen nunca es fácil. Oír una voz, una cadencia, una forma de cantar, sabiendo que nunca más volverás a escucharla en vivo o que nunca volverás a tener novedades suyas puede convertirse en un ejercicio duro. Además, a uno le sobrevuelan siempre las sospechas de si este tipo de lanzamientos no responderán, sobre todo, a una estrategia sacacuartos más que al objetivo artístico que se le presupone hubiera gustado al desaparecido canadiense. La cosa aún se pone peor cuando descubres que se trata de bocetos inacabados que se ha encargado de finiquitar el hijo de Cohen, Adam. ¿Es eso ético? Probablemente sí. ¡Quién mejor que su propio hijo! ¿Y coherente? Pues probablemente no. Un artista tan completo, complejo y mastodóntico como Cohen merece, en mi opinión, mantener el control de toda su obra. Y aquí, eso, es materialmente imposible, claro.
Las canciones incluidas en este lanzamiento se construyen a partir de tomas grabadas para You Want It Darker, el disco anterior del poeta canadiense, a las que el vástago Adam Cohen acaba de dar lustre para que funcionen como canciones. Lo hacen. Aunque como conjunto no acaben de encajar tan bien. Falta el hilo conductor. La coherencia que le daría a la obra el control que sobre ella podría haber tenido el artista, de haber estado vivo, por supuesto. Eso transmite una sensación de deslavazado y sobre todo piloto automático hasta ahora ajeno en la carrera de Cohen. El problema es no encontrar culpable. Él no lo es, claro. Pero Adam también debe haber trabajado con ahínco y cariño en busca de un testamento lo más memorable posible para su padre. Nosotros, en la lejanía, podemos permitirnos el lujo de decir que no era necesario, y al mismo tiempo contradecirnos agradeciendo que ese encomiable trabajo nos haya hecho llegar hasta nosotros esas canciones. Vamos, que sí pero no. Ustedes mismos.
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