Historias difuminadas por la neblina de otro tiempo, en el camino, en continuo movimiento, con personajes y momentos que se nos escapan entre los dedos, como vaporosas imágenes que trabajan, aman y sufren en un entorno rural, bajo el latido doliente de la desaparición, la pérdida y el ansiado reencuentro. Con “Las manos” (22), continuación perfecta de su sobresaliente debut “Casi tierra” (19), Vicente Navarro consolida su personal estilo sonoro e identidad artística, esta vez haciendo equipo con el productor Damian Schwartz, cultivando los sonidos electrónicos y jazzísticos, mezclándolos con el folclore de ida y vuelta y la música clásica, la memoria y olores pretéritos de campos que despiertan bañados de escarcha y heridas abiertas al alba.
La envolvente atmósfera de psicodelia y electrónica minimalista nos abraza y cala hasta los huesos en “Los juncos”, donde el canto y los ecos celestiales nos empujan a cruzar una fina cortina empapada de misticismos que se nos queda pegada a la piel desnuda. Del ser querido que se fue, al renacer que junta esas dos mitades solo temporalmente rotas, pero siempre unidas por el recuerdo del amor eterno que vuelve y nunca se va del todo.
“El primero” narra la historia de un triángulo amoroso y de como una de sus partes se sacrifica para salvar a las otras dos, huyendo para llamar la atención de los invasores que se acercan a atacar el pueblo. Defender lo diferente en un marco que nos recuerda a esa contienda que no cicatriza y esos amores que se escondieron en sierras y montes de España. Dolores del pasado aún presentes, que van y vienen, danzando bajo un loop de “El concierto de Aranjuez”, una flauta travesera y desembocando en una rave en la que la luna se torna bola de espejos en un bosque oscuro, con maquis de corazón roto bailando a ritmo de drum & bass.
La intranquilidad de la posible ruptura forzosa continúa en tiempos bélicos con “La fuente”, donde late la acechante alarma de guerra y la probable despedida se mece al son del sample de “El día que nací yo”. Plazas y calles vacías, puertas cerradas y el miedo de no volverse a ver si se pasa el umbral: “Si voy a la fuente y me tardo, / no tengas pena de mí. / La tristeza hace pedazos / lo que queda en mí de ti”.
Doblan las campanas y esta vez, con suerte, el reencuentro sucederá tras la muerte en el “Camposanto”, con el resquemor, la frustración y la pena de no ser perdonados grabadas a fuego en el pecho. Volverse a ver desde la lápida, sin poder expresar los sentimientos y, bajo una fina brisa electrónica y el ronroco boliviano de Pablo Cáceres (Emilia y Pablo), con resentimiento, “por más que prefieras hablar, / prefiero que estés callado, / pues te digo que no olvido, / aunque parezca que lo hago”. Los amores perdidos o no correspondidos siguen su curso de lágrimas con “Una herida” en el pecho, esa que “se abre cuando te veo”. El lamento por lo que fue y dejó de ser o lo que podría haber sido y nunca será, “un palpitar de ti” ingobernable a ritmo de beats electrónicos y percusiones de Damian Schwartz, más la hipnótica guitarra de Roberto Monteiro. “Hacer de tripas corazón” cada vez que mis ojos se topan con los tuyos.
La cara B del álbum comienza con una pequeña intro de piano crudo, “Introducción a José”, dando paso a las cuerdas, percusiones electrónicas, órgano y coros de “José”, un tema en el que confluyen y chocan de frente el encuentro y la pérdida, la duda y la inacción. Contradicciones del amor y el deseo: “Me encuentro entre la paz y lo que arde”. Y con los primeros rayos del día nos llega la sencillez y luminosidad de “La mañana”, con una guitarra acústica al mando, narrando en primera persona y antes de despedirse, la culpa del amante por todo lo que hizo mal y ya no puede deshacer o hacer: “pese a todo lo que digo, te he tocado poco”. Seguida de la oscuridad resplandeciente de “La soledad da sueño”, con sonoridades árabes a las cuerdas y cierto regusto trap a cámara lenta. La somnolienta espera de la muerte sentada en la silla de la vejez, masticando recuerdos borrosos y atemporales.
El cierre esperanzador lo pone el amor joven y el reencuentro en “Los mayos”, con una de las dos mitades asomándose a la ventana. Primera parte desnuda de voz y guitarra clásica, para luego ir sumando pulso electrónico, ecos y atmósferas que recuerdan al sonido inicial de la obra, cerrando el círculo con ese evocador y místico: “estuve en tu cama antes y tú a mi vera también”. Eterno retorno del amor con espinas… que la aguja vuelva a caer en el primer surco y no deje de girar.
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