Dado que toda banda está necesitada, en mayor o menor medida, de unos lazos afectivos que sustenten su exposición creativa, estos muchas veces vienen generados por las propias relaciones familiares. Por eso el particular vínculo existente entre hermanos, esas extrañas criaturas como los definía Jane Austen, ha sido a lo largo de la historia de la música regente de proyectos de contrastada calidad, una categoría a la que en los últimos años se ha incorporado la alianza entra Rebecca y Megan Lovell, bautizada bajo el nombre de Larkin Poe. Una formación que durante este siglo XXI se ha expresado bajo una absoluta riqueza de ideas, obteniendo incluso el reconocimiento de diversos premios, a la hora de configurar una original convivencia entre tradición y nervio eléctrico. Si a The Bellrays, por citar un ejemplo, les gusta definir su sonido señalando al blues como profesor y al punk como su predicador, en este caso concreto podíamos sugerir que el country y el rock adoptan esos mismos papeles respectivamente; lo que significa que la herencia campestre es exhibida alrededor de una aguerrida y versátil puesta en escena protagonizada por unas afiladísimas guitarras.
El octavo disco del dúo, “Bloom”, se presenta con novedades sobre todo respecto a su proceso creativo. Mientras que en anteriores publicaciones la composición había surgido de manera autónoma para ser puesta en común posteriormente, en la consecución de este repertorio actual el camino ha sido afrontado de forma compartida, un trabajo conjunto al que hay que sumar una tercera extremidad escenificada por la colaboración en tareas de producción y autoría de Tyler Bryant. Una sinergia que extiende su lazo fraternal para hacer florecer, aludiendo al título de su álbum, un campo artístico que apunta también hacia su aspecto lírico, responsable de tejer un hilo conductor referido a un crecimiento personal que, lejos de presentarse bajo una naturaleza de henchido optimismo, obtiene una condición más abrupta y necesitada de autoreflexión. Fiel reflejo de ese proceso vital que conlleva desengaños y fracturas pero que aspira a una meta mucho más enriquecedora que la propinada por una ceguera eufórica.
Ese territorio sobre el que han germinado -a base de ruda presencia y delicadeza melódica- Larkin Poe es el contexto propicio para el alimento reflexivo de unas canciones que habitan en toda su extensión espacios hechos de claroscuros. Porque si el bucólico nombre de “Mockingbird” acoge instrumentalmente un poderoso tema que perfectamente podría ser el fruto del acompañamiento ofrecido por Black Crowes a Lydia Loveless o Sarah Shook, sus versos alumbran esa facultad que tienen las canciones para entonar su anuncio universal surgiendo desde lo particular e íntimo. Una declaración de principios del propósito recogido por un álbum que despliega su paso más contundente a través de “Nowhere Fast”, un imponente punk-rock and roll, con envites dignos de los AC/DC más asilvestrados, que arenga a subvertir fronteras y a despojarse de las limitaciones (auto)impuestas. Una recreación de la vida rápida que encontrará su némesis en “Little Bit”, dispuesta a recriminar esa gula acumulativa emocional. Primer destello de soul al que “Bluephoria” dará continuidad, en ese retrato imperfecto pero real de la condición humana, tendiendo lazos con correligionarias como Samantha Fish o Beth Hart, y que “Easy Love Part 2” se encargará de proyectar bajo una faceta de descarnado clasicismo. Una triada de composiciones surgidas entorno a una tonalidad común pero esgrimidas desde diferentes puntos de vista, lo que no deja de ser un resumen de la identidad de la banda y del propio disco.
En ese continuo recorrido hecho a base de saltos adelante y atrás por un diverso almanaque sonoro que parece no tener recoveco inexpugnable para la banda, son capaces de posicionarse entorno a un rock de raíces, propio de la mismísima Lucinda Williams, en “Easy Love Part 1”, con el que desprenden voltaje, como de invocar a Emmylou Harris en una preciosa y delicada “Bloom Again”, transformando sus feroces guitarras en un melancólico aullido que no está dispuesto ni a esconder ni a olvidar sus heridas. Quiebras ineludibles, y hasta cierto punto necesarias en este itinerario, que convierten en empoderamiento femenino a través del blues envolvente y contemporáneo de una “If God Is A Woman” que nos conduce a una recreación todavía más atinada y envalentonada del mismo idioma a través de “Pearls”, otro ejercicio ácrata por parte de quienes saben que esas perlas ofrecidas significan siempre una mordaza; y Larkin Poe, ni la quieren, ni la tienen.
La hermandad, sanguínea y artística, expuesta por Rebecca y Megan Lovell no significa que su ascendencia musical no provenga de un árbol genealógico vestido de innumerables ramas, diversidad de antepasados que sin embargo no son inconveniente para que su propuesta se exhiba robusta y firme, tanto como para estar seguras de configurar un imponente álbum capaz de rezumar fuerza y delicadeza. Dos aspectos aparentemente reñidos pero que pueden convivir naturalmente en un mismo proceso creativo y existencial. Y es que nadie dijo que los pasos que definen nuestro peregrinaje deban de sonar iguales y monótonos, porque además de resultar imposible nos conducirían hacia un destino muy poco seductor. Un conocimiento que estas canciones expresan con maestría, asumiendo que las líneas curvas son el inevitable proceso de aprendizaje al que todos estamos sometidos.
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