A Kurt Vile se le suele tildar de slacker, por esa dicción arrastrada, esa actitud que parece de vuelta de todo y su propensión a tramar canciones río a las que parece que le da cierta pereza apuntillar. Pero lo cierto es que el ritmo editor que lleva desde que hace una década empezase a rular sus primeras cintas tras foguearse con The War On Drugs tiene más que ver con el estajanovismo que con la desidia. Es esta la primera vez que deja pasar más de dos años entre dos álbumes, pero eso tampoco es del todo cierto si tenemos en cuenta su estimulante pasatiempo con Courtney Barnett ("Lotta Sea Lice", 2017). Tampoco su impenitente ritmo de conciertos en los últimos tiempos le ha dejado mucho margen. Eso sí, el de Pennsylvania habita en las antípodas del funcionario de la canción que encuentra en la disciplina de despacho su método de trabajo: cada nueva gira, cada singladura en el horizonte, supone para él materia de inspiración, de ahí que haya llegado a afirmar que ese momento de pánico en el que uno se sube a un avión y vislumbra la remota posibilidad de estrellarse con él para no volver a ver nunca a su mujer y a su hija ha supuesto una dosis de combustible extra para componer canciones como “Hysteria”, posiblemente – junto a “Yeah Bones” – el momento de su carrera en el que más cerca ha estado nunca de parecerse (como una gota de agua a otra) a J Mascis, otro ilustre melenudo con pinta (engañosa) de gandul.
Cambien si quieren la referencia al Dinousar Jr por la de Neil Young, porque lo mismo da. El clasicismo de Vile – que se transmite hasta en esa portada vintage, con la redondez de un vinilo marcando ajada su cubierta – no se remite únicamente a ellos, ya que este "Bottle It In", registrado a lo largo de los dos últimos años en diferentes estudios y con diferentes productores (Rob Schnapff, Peter Katis, Shawn Everett), es su entrega más ecléctica hasta la fecha. No tanto porque su receta haya cambiado (más allá de su versión del “Rolling With The Flow” de Charlie Rich: su corte más pop en años), sino por su capacidad para darle a cada canción un registro único, como si fueran pequeños universos particulares a través de los que da rienda suelta a ese torrente de imágenes algo inconexas: llámenlo escritura automática, corriente de conciencia, intuición o simplemente el molde de una psicodelia sui generis. El caso es que cada una de sus nuevas letanías, alentadas por esa afinación acústica que tanto delega en el fingerpicking, sus ecos y modulaciones, acaba calando con la misma – o mayor – eficacia que en cualquiera de sus anteriores entregas, cuando en manos de cualquier otro se convertirían en un colosal tostón, a veces extendiéndose más allá de los siete, ocho, nueve o diez minutos. Poco importa que Kim Gordon remate “Mutinies” con su guitarra de palo, o que Stella Mozgawa (Warpaint) le dé a la batería mientras Cass McCombs se marca unos coros durante los diez minutos largos del tema titular: Kurt Vile vuelve a probar que lo importante es la senda trazada y no el destino final, y que su inagotable trip retiene intacto su poder de fascinación.
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