Hay algo de justicia poética, o de karma haciendo de las suyas, en el hecho de que este excepcional primer álbum en solitario de Kim Deal haya coincidido en el tiempo con una nueva bagatela – la comparación con su etapa imperial sigue siendo demasiado acusada – de los Pixies, su enésimo discreto entretiempo entre giras. No hay aquí una “Gigantic” ni una “Cannonball”, desde luego, pero es un extraordinario disco en su conjunto, y además ofrece una panorámica tan diversa y equilibrada de las virtudes de la de Ohio que solo cabe celebrar con jolgorio y algo de positiva sorpresa. Tiene un poco de todo, y todo muy bueno. El adiós a sus padres y también a Steve Albini, quien llegó a tiempo de producir la encantadora “A Good Time Pushed”, su broche final, antes de morir inesperadamente en mayo de este año, sobrevuela estos once cortes, que ella resuelve con la naturalidad acostumbrada y una dosis extra de clarividencia y perspicacia para buscar los arreglos adecuados y pulir melodías certeras.
El adelanto, “Nobody Loves You More”, con sus preciosos arreglos de cuerda, viento y metal y su guiño a la época de los musicales de Broadway, ya nos avisaba. Nos dejó los ojos como platos. Pero es que en “Coast” se abastece de unas trompetas en modo mariachi para un bonito medio tiempo que apunta a una calidez meridional. Y en “Crystal Breath” le atiza a un art rock crujiente, como si la produjera John Congleton, en una pieza que podría llevar la firma de St Vincent. “Are You Mine?” es una preciosa balada aderezada con pedal steel guitar y un preciso arreglo de cuerda, que remite a los estándares de los cincuenta o los sesenta, y es que en esa atemporalidad, en su forma de surcar décadas como si nada, reside una de sus principales fuerzas motrices: apenas “Disobedience”, con sus guitarras rugiendo bien alto, y “Wish I Was”, más serena, remiten con claridad a las Breeders. No necesita apelar a aquel libro de estilo. Ni – desde luego – al de Pixies. “Big Ben Beat” exhibe su cuota más experimental y “Summerland” la más jazzy, apuntalando 35 minutos presididos por su inconfundible voz: a veces ligeramente afónica, siempre con ese punto aniñado y jovial, un poco travieso, demostrando que cuanto más se divierte (pese a las duras circunstancias que preceden esta grabación), más inspirada suena.
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