“So used to abandoning myself/I can't believe I'm still alive” es una de las demoledoras frases que escuchamos decir a Kesha en “Gag Order”. De hecho, casi que al empezar, pues pertenece al primer tema de la secuencia, “Something To Believe In”, en el que reflexiona sobre la necesidad de creer en algo (pese a que si creemos saberlo todo pensemos que no), y, por extensión, la necesidad de afecto de los demás, pero sobre todo de afecto que venga de nosotros mismos. Y de cómo el trauma hace esto bastante complicado, pero no imposible. O, al menos, de no renunciar a la esperanza de que pueda ser posible.
En “Fine Line”, al mencionar la línea entre “What's entertaining and what's just exploiting the pain/but hey, look at all the money we made off me”, Kesha parece repasar así sus últimos discos. Es una simplificación, claro, pero es cierto que “High Road”(20) por lo general mostraba una cara divertida y más parecida a la Kesha de los dos primeros álbumes, después de que “Rainbow” (17) hubiese tratado su estado en medio de la tormenta de Dr. Luke. Y, frente a ellos, “Gag Order” apuesta por contar el estado mental de la cantante sin dirigirse a personas concretas, tanto por la “mordaza” judicial como por centrarse en ella, en cómo puede salir ella del pozo en el que está y cómo, por momentos, parece que lo va consiguiendo.
La autora de “Praying” ha comentado en entrevistas que ve este disco como la crónica “de la muerte del ego y de un despertar espiritual”, y que quería “que sonase como suena mi mente, moviéndose continuamente, zambulléndose en la depresión, la gratitud, la rabia y la esperanza”. En “Peace & Quiet”, por citar solo un ejemplo, canta eso de “Monday I'm prayin'/tuesday I'm heinous/wednesday I'm stable”. El despertar espiritual también se refleja en la inclusión de hasta cuatro interludios (algunos dentro de canciones y otros con entidad propia): el filósofo Ram Dass, el líder espiritual Osho, el mago y amigo personal Oberon Zell y hasta su sobrina Luna, que sirve de nexo entre lo espiritual y la familia.
Para todo este viaje, Kesha da un giro radical a su sonido: salvo excepciones que además no llegan a estar demasiado alejadas (“Only Love Can Save Us Now”, “Peace & Quiet” o parte de la extrañísima “The Drama” que acaba interpolando incluso “I Wanna Be Sedated” de Ramones), la producción tiende al minimalismo, quizás demasiado. El veterano Rick Rubin ha sido el elegido por la cantante para llevar la batuta de un equipo en el que Kesha vuelve a trabajar con Drew Pearson, Stuart Crichton o con STINT, y añade a Hudson Mohawke, Jason Lader de la banda Furslide o el finlandés Jussifer, a quien hemos visto con Demi Lovato o Zara Larsson. Con todos ellos, Kesha se mueve entre la electrónica y el lo-fi con un aura de psicodelia y toquecitos de soul, pero siempre con una aparente contención que, como decimos, no la beneficia del todo, puesto que la producción parece más bien vacía.
“Living In My Head” gana enteros por su letra, pero, al igual que le pasa a otros temas, parece una demo en cuanto a melodía y producción. “Hate Me Harder” podría ser un temazo pop, y aquí es una balada reducida a la mínima expresión –eso sí, con un giro: no hay drama, es una balada cantada con desafío y casi con alegría. “Too Far Gone” o “Happy” son otros dos buenos temas que se ven perjudicados por esto. Lo que tan bien le sentó a Kesha en aquella “Past Lives” de “Warrior” (12) no termina de explotar aquí, al menos de manera individual. También puede que eso sea parte del objetivo: que no estalle nada, sino crear un disco que sirva como obra completa y que detalle su proceso actual. Y en ese caso se puede decir que “Gag Order”, aún con sus fallos, es un acierto.
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.