Que Kendrick Lamar se ha convertido en la figura pop más relevante de esta última década es algo que ya quedó certificado en “Damn.” (2017), su último disco, antes de la publicación de lo que hoy nos ha regalado: sencillamente, la gran torre de Babel del último medio siglo de música afroamericana.
Del espíritu de Nina Simone, incrustado en el corazón de “United In Grief”, arranque de este “Mr Morale & The Big Steppers”, al recuerdo permanente del Prince de los ochenta, Lamar se ha marcado la continuación perfecta del “Stankonia” (00) de Outkast, hasta el momento, el disco hip-hop más ambicioso del siglo XXI. Al menos, hasta que el lustro de espera que nos ha hecho sufrir el fenómeno de Compton ha llegado a su fin por medio de esta obra, concebida como un doble álbum. Vamos, tal como Isaac Hayes concibió en su momento “Black Moses” (1971), Stevie Wonder publicó “Songs In The Key Of Life” (1974) o Prince su “Sign O’ The Times” (1987).
El quinto álbum de estudio de Lamar prosigue esta gran tradición, en torno a conformar una gran ópera egipcia de música afroamericana. Canciones insufladas por la necesidad de transcender más allá de los tiempos y el contexto de su era, siendo, al mismo tiempo, una brújula exacta del momento que nos ha tocado vivir; en el caso, de Lamar bajo la idea de portar la bandera del hip-hop, en todas sus formas posible, como en el exuberante híbrido soul-raggamuffin que se marca en “Die Hard”. Esta es otra de las dieciocho piezas que conforman un esfuerzo por alcanzar la gloria tan evidente que asusta por la magnitud del resultado final. Porque decir que estamos ante la obra maestra de Kendrick Lamar (una más) es más que suficiente para entender la relevancia de lo que tenemos ante nosotros: una muestra de genio para la cual hasta se permite el lujo de ir a contracorriente de la plana mayor del pop dominante en el siglo XXI, evitando las dinámicas de producción trap. En vez de eso, Lamar ha abogado por tirar de la fórmula expuesta por Godard en “Banda aparte”, la infalible de “clásico=moderno”.
Bajo este prisma, la espina dorsal de estas canciones está cortada bajo la búsqueda continua del contraste entre tradición (jazz, soul) y las posibilidades tecnológicas de hoy en día, en una especie de conexión espiritual con las sagradas escrituras de ataque patentadas por Gil Scott-Heron, pero también con detalles como la bruma de una pipa de crack integrada en “Father Time”.
La infinidad de detalles dispuestos a lo largo de tan policromática hora y cuarto quiebra cualquier tipo de análisis a la primera. No, esto no es un disco al uso, estamos ante un mega brainstorming para el cual las bases de piano definen la atemporalidad de la materia tratada. Música sin aranceles, en la que asistimos a un cruzado mágico de referencias que nos llevan de Ghostface Killah a Portishead. Y es que la mismísima Beth Gibbons hace acto de presencia en la enorme “Mother I Sober”, penúltimo escalón de tan necesaria reivindicación del hip hop como discurso aglutinador de épocas, estilos y formas de producción. Sencillamente inabarcable.
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