Alérgica a lo convencional, Kate Bush encara el final de año con el primer disco en directo de sus casi cuarenta años de carrera. Como siempre, lo hace a su manera, escatimándonos un material audiovisual (no hay DVD por ningún lado) que se presumía fascinante, si hemos de atenernos al testimonio de alguno de los 77.000 afortunados que pudo asistir a cualquiera de los veintidós conciertos consecutivos que celebró entre agosto y octubre de 2014 en su país. La británica agotó todo el papel en cuestión de minutos, con meses de antelación, y lo cierto es que la ocasión lo justificaba: era su primera gira desde 1979. Un espectáculo de dos horas y media en el que se valía de una miríada de actores, bailarines, marionetas, trucos de magia, proyecciones y demás parafernalia para despachar un show mastodóntico, del que apenas nos quedan las fotografías, y cuyos puntuales monólogos se presentan, sin su correlato visual, algo huérfanos en esta entrega de tres discos compactos.
Dicho esto, los tres actos que componen este directo, grabado en dos de aquellas noches, deparan una perspectiva valiosísima (y seguramente irrepetible) del embriagador poderío escénico de una artista que, punto y aparte en la historia de la música pop, buscó y logró una redefinición del rol femenino e influyó a nombres como los de Cocteau Twins, Tori Amos, Björk, Stina Nordenstam, Fiona Apple, Julia Holter, Wild Beasts o The Week That Was, entre muchos otros músicos que, teóricamente lejanos a sus coordenadas creativas, le tributaron versiones sui generis (caso de Placebo con “Running Up That Hill” o The Futureheads con “Hounds Of Love”).
Lejos -como no podía ser de otra forma, tratándose de ella- del muestrario de grandes éxitos, “Before The Dawn” pone el foco, fundamentalmente, en temas de los fabulosos “Hounds Of Love” (1985) y “Aerial” (2005), trazando un puente de veinte años en cuya arquitectura la trama escénica no condiciona ni malea los temas originales. Poco importa. Porque la reverencia al tramo de madurez de su propia obra, entendida aquí como valor inmutable (y con la ayuda de una estupenda banda: los experimentadísimos y versátiles Omar Hakim y Mino Cinelu a la percusión y David Rhodes a la guitarra), seguramente sea el mejor modo de honrar un repertorio sobresaliente. La añorada sensación de excepcionalidad que desprenden sus ciento cincuenta y cinco minutos, en estos tiempos de emociones escénicas recalentadas y reproducidas hasta la náusea, lo merece.
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