En una época en que todo se consume rápido y fácil, todavía tienen más valor las carreras largas, profundas, con un sinfín de vértices y conexiones. Un ejemplo es Josephine Foster y esa capacidad que atesora para dialogar con estilos, patrones y filosofías diferentes. Aunque a ella, como a tantas otras de su generación, también podemos ponerla etiqueta folk para situarla en un mapa tan amplio.
De hecho, cada proyecto suyo tiene un objetivo y características propias. Fue así desde el principio, cuando conectaba más con la psicodelia, después se anticipó a Lorca y a la canción popular en dos de sus discos, los discos para niños, los poemas de Emily Dickinson, y desde hace unos años, tanto revisa su propia obra en “No More Lamps In The Morning” como desfila por el anterior “Faithful Fairy Company” con un doble álbum ambicioso en alcance y sonoridad. Pero a pesar de estos virajes y la acumulación de retos, cuando funcionan mejor es en tonos sepia, cuanto más simple y crudo mayor beneficio le saca a su música. Ya le pasó en “I’m A Dreamer”, una vuelta a las raíces, otro viaje a una América que a veces detesta y otras, la enamora por su paisaje, por sus costumbres.
En cada nuevo disco, perfecciona el discurso y su voz madura adecuadamente. Hubo un tiempo en que la escondía, ahora ya no. Afortunadamente, se ha dado cuenta, que elementos externos al margen, ese es su don más preciado. En “No Harm Done” entrega únicamente ocho canciones, si bien estas se elevan hasta un minutaje extenso. Piezas condensadas que van todas en la misma sintonía.
Es folk oscuro pero no impenetrable, suena rudo pero no muy espeso, te levanta la ceja pero no abruma. Y sobre todo, lo que finalmente marca la diferencia entre los buenos discos y los sobresalientes, la calidad de las canciones. En eso Foster saca nota alta y se acerca indisimulada a la matrícula de honor.
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