Jorge Drexler se ha hecho un hueco entre los antropólogos. Entre los antropólogos –al menos– que exponen sus estudios cantando. El cénit de su idea de canción, historia, comportamiento humano y pop fue “Bailar en la cueva” (14), y algo de ello había también en “Salvavidas de hielo” (17).
Consta que el uruguayo afincado en Madrid es un raro en su especie. Un Esteban Granero de la música. Cantautor de antaño, que picotea de aquí y de allí y traduce a lo universal, bailable, estéticamente ambicioso. Experimento y riesgo. A veces sale bien, y otras… No tan bien. Pero él mismo lo sabe: “Tinta y tiempo” dice que no andemos preocupados por lo inmediato. El éxito es seguir sumando.
Los vientos han dado nueva flotación a sus temas, como en la jazzie y casi banda sonora, compartida con el maestro del “Plan maestro”, Rubén Blades. También juegan un papel fundamental en la neoyorquina “Cinturón blanco”, la mejor de un álbum donde lo mejor es compartido: el “Bendito desconcierto” –contraste espectacular entre la orquestación y un piano de puntillas– con Martín Buscaglia. O el texto ya citado con Blades. El amor, del tipo que sea, aunque sea al arte, es el auténtico plan maestro. Pero la línea del riesgo, naturaleza del ganador de un Oscar, es fina. Es fácil tropezar hacia el vacío del revés.
“Tocarte” es más un tema de C. Tangana que de Drexler, “Tinta y tiempo” rima inusitadamente en infinitivo y, pese al bonito ‘spoken’ de Noga Erez, se escucha precipitada la crítica funky a cómo funcionan hoy día los gustos de “¡Oh, Algoritmo”. Dista de la delicada “El día que estrenaste el mundo”.
Así es el funambulismo. Y así son las excepciones a toda carrera, a un disco que el músico ha considerado pandémico, más bien una reacción a la misma: celebración poética y musical, de memoria variada. Unos pocos motivos más para echar mano del mejor antropólogo sin estadística de su generación.
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