A principios del decenio que acababa hace apenas unas semanas, servidor se desplazaba a la barcelonesa sala Luz de Gas para disfrutar de un concierto de Jackson Browne, al que aquella noche acompañaba un desconocido para mí Jonathan Wilson. Lo suyo me pareció uno de los eventos más aburridos de música yanqui a los que un servidor ha tenido el gusto de acudir. Por ello, desde aquel momento le cogí cierta tirria al amigo Wilson que, dicho sea de paso –y sé que con esta afirmación me pongo en contra del noventa por ciento de seguidores del género en este país– tampoco ha hecho demasiado con sus anodinos álbumes precedentes para cambiar mi opinión. Sí, amigos, yo no veo esa genialidad en Wilson. Me parece un artista sobrevalorado que, simplemente, ha caído en gracia. Los sarpullidos que me salen en la piel cuando se le compara con Neil Young solo tienen parangón a los que me han producido conocer la reunión de Genesis con Phil Collins al frente. Falto de canciones, basándolo todo en las atmósferas y jugando a la languidez, con lo más negativo del término por bandera, Wilson siempre me ha parecido directamente lo que se conoce como “un plasta”. Hasta hoy.
Parece que para grabar este “Dixie Blur”, el músico de Topanga se ha dado cuenta de que necesitaba consejo, y su principal mérito ha sido el saber pedírselo a las personas adecuadas. Primero a Steve Earle, que le recomendó que buscara en su pasado y en las raíces de la música de su país. Vamos, que se dejase de hostias ambientales y chorradas, y se pusiera a recuperar las buenas canciones que él sabía que tenía. Tras eso, Wilson recurre al coproductor de Wilco Pat Sansone, reúne un buen puñado de músicos relacionados con el country más tradicional, graba en los estudios de Cowboy Jack Clement y mezcla en los de Jackson Browne. El resultado, sin ningún lugar a dudas su mejor disco. Tampoco una obra maestra, no se pasen. Pero sí el conjunto de canciones con más sentido y personalidad que ha grabado. Cálidas, densas, reflexivas, pero no aburridas. Ahora sí herederas y no malos plagios del sonido Laurel Canyon. Así vamos bien. Que no sea un lunar en su hasta ahora insulsa –e incomprensiblemente enaltecida– carrera.
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