Lo primero que supimos de lo nuevo de Izal fue, al reproducir "El Pozo", el que fue el viral primer single de adelanto, fue a Mikel Izal cantar esto: “He despertado en el fondo de este pozo sin saber quién soy, ¿cómo he llegado?”. ¿Cuántas veces un artista de éxito se pregunta (o se debe o se tiene que preguntar) qué es lo que ha pasado para pasar de ensayar en un garaje infecto del extrarradio madrileño a que tu apellido se convierta en una garantía para llenar estadios, liderar festivales, acumular reproducciones, petarlo sin medida?
Izal reflexiona(n) sobre esto en “Autoterapia” (Hook Ediciones Musicales, 2018), un cuarto álbum en el que se vuelve a poner a prueba no sólo la capacidad de la banda para generar himnos de estadio neo-indie, sino también para poner a prueba la capacidad de reinvención, de reinicio, de resignificación de sus marcas más identificables; a la vez que deja en su repertorio una nueva retahíla de clásicos para los izalers del mundo.
No serán ni los primeros ni los últimos en utilizar la baza de que “las canciones ayudan a hacer terapia, a librarnos de nuestros infiernos”; pero probablemente sí sean uno de los primeros de esta última ‘revolución indie’ (¿?) en plantear la duda razonable acerca de los límites entre el éxito y el abandono, entre la autenticidad de uno o del que te mira, entre lo virtual del ritmo desenfrenado y el estar solo rodeado de gente.
No se puede decir que su cuarto álbum sea un reinicio, pero sí se invita a la apertura: canciones sin estribillo, introducciones que hacen ojitos a la psicodelia (filtrada de la psicodelia de Tame Impala) de Rufus T. Firefly (comparad las intros de “El Pozo” y “Pulp Fiction”); pero también inyecciones tanto sinfónicas (el violín de Ara Malikian) como de sintetizadores y estructuras indietrónicas; la canción de cadencia más lenta de su repertorio (“Pausa”, que además corrió el riesgo de ser segundo single); canciones de casi seis minutos de duración que suenan a Leiva (“Bill Murray”); e incluso ramalazos al folclore latinoamericano (“Temas amables” o “Santa Paz”).
¿Supone esto un cambio radical para Izal? No, pero sí un primer paso para (al menos intentar) demostrar que sus marcas son cada vez más propias e identificables, a pesar de las comparaciones (que no creo que vayan a cesar). La similitud de su propuesta (sobre todo en lo tímbrico: tanto en los giros vocales como en la estructura y el trabajo melódico de las canciones) a la de Vetusta Morla es, aunque pese a la banda, aún difícil de distanciar, o como mínimo lo que es difícil es no entender que el efecto del éxito de Izal tiene una causa anterior y unos puntos muy comunes en la manera de tratar las canciones.
A pesar de que “Autoterapia” no suponga un reinicio ni un juego kamikaze que vaya a poner a prueba a sus seguidores, es innegable que llevan a un nivel más lo iniciado en “Copacabana”: como sucedió con Vetusta Morla, cada vez se hacen más distintivos y propios sus giros, maneras, texturas, marcas que no sólo son suyas, sino también de los que vienen detrás de ellos, los “hijos de Izal”.
A estas alturas, Izal no debe nada a absolutamente nadie; y mucho menos a quienes se acercan a su obra con los prejuicios del “nunca me va a gustar”, sometiendo a proyectos a esa especie de “síndrome del pulso”, de la comparación eterna, de quién la tiene más larga, de cambiar el fotograma que tenemos instalado en la cabeza de lo que es la pureza musical. Mientras esto pase, será divertido escucharlos cantar y lanzarnos pedradas en forma de recados líricos (como los de su disco anterior o) como los que cantan en ‘Ruido blanco’: “Nos afectan los modales de una muchedumbre apasionada: tantas palabras para no decir nada”.
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