No tengo claro si a estas alturas es políticamente correcto hacer una encendida defensa de Lisa Gerrard, artista cuyos preceptos siempre han estado bien alejados de las demandas de la industria. Tal vez por ello ha sufrido el peso de adjetivos tan poco favorecedores como “paisajista” o “ambiental” y comparaciones con Enya o McKennitt ya desde los lejanos tiempos de Dead Can Dance. Sin embargo, a su música siempre le ha alejado de esas referencias lo mismo que separa a Bill Callahan de Fran Perea: la profunda emoción. Y, como consecuencia de ésta, un sentimiento de indescriptible belleza.
Seis años después de su último trabajo, seis años entregados a la realización de bandas sonoras (de "Gladiator" a "Whalerider") la Gerrad vuelve acompañada de Patrick Cassidy, cuya aportación debe estar íntimamente relacionada con la mayor solemnidad y coherencia de un trabajo que esquiva los altibajos de "The Mirror Pool" y "Duality" en pos de un mayor clasicismo, a caballo de lo litúrgico y la tradición irlandesa -aquí no hay espacio para los experimentos étnicos de antaño-. Cálida, profunda, estremecedora, profundamente humana y sin embargo tocada por un aura sobrenatural, esta “memoria inmortal” sólo cabe ser recomendada sin reservas. Desde ya, uno de los álbumes del año.
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