Lykke Li anímicamente está peor que nunca. En el último tramo de la gira de “Wounded Rhymes” tuvo que enfrentarse a una nueva desilusión amorosa que la llevó a preguntarse cuál era su lugar en un mundo que la maltrataba fuera de los escenarios. Destrozada halló la cura en la música, su única aliada. Y de eso es lo que trata “I Never Learn”, un tercer trabajo en el que sus demonios salen a flote con una crudeza sobrecogedora a través de torch songs bellísimas que no dejan traspasar ningún atisbo de luz o de baile. La sufrida catarsis le ha llevado a crecerse vocalmente como nunca (ella, y sólo ella, lo eclipsa todo en primer plano) en una colección de canciones atemporales que tanto recurren a la desnudez sonora (“Love Me Like I’m Not Made Of Stone”) como a melodías que rehúyen de cualquier pomposidad que reste emotividad a su mensaje (las preciosas “Silver Line” y “Gunshot”). En definitiva, todo está tan bien equilibrado que no sobra nada. La sueca se ha visto obligada a madurar artísticamente entre lágrimas.
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