Imagina volver a pisar tu casa por primera vez, tras un viaje de ocho años repletos de auto-análisis y búsqueda personal, en aras de reunir las fuerzas necesarias para encarar tus fantasmas de la forma más eficiente posible. Así es como Trevor Powers se plantea su primer proyecto bajo el alias de Youth Lagoon desde que publicara en un ya lejano 2015 su “Savage Hills Ballroom”, demostrando que el tiempo no ha pasado en balde y que a sus históricas inseguridades y contusiones emocionales solo se las combate a golpe de honestidad y conciencia.
Después de haber publicado dos álbumes bajo su nombre de pila, “Mulberry Violence” (18) y “Capricorn” (20), Powers ha decidido reencontrarse con su particular espacio seguro, uno por el que lleva más de una década transitando y con el que nos ha brindado pasajes de lo más valiosos dentro de la ruleta cromática del pop independiente experimental. Ahora, el estadounidense vuelve a pisar con paso firme su Idaho natal, a fin de rascar útilmente en la cara interna de algunas de las memorias más crudas, sórdidas e incómodas que anidan en su psique. Con “Heaven Is A Junkyard” (Fat Possum, 23) Powers supura heridas y se cerciora de que no hay más hogar que uno mismo; así lo sentencia con ese determinante “Heaven is a junkyard and I'm at home” que repite en bucle para el estribillo de “The Sling”, donde su característica voz rota y tenue apuesta por abrazar el caos en lugar de edulcorarlo, encontrando en la verdad más dolorosa la mejor de las escapatorias (“I could die happy if I started again”, canta en la mencionada pista mientras sus sombrías teclas de piano devienen en una etérea orquestación sobrecogedora y casi fantasmagórica).
A través de sus diez respectivos nuevos cortes, Powers nos adentra en un fresco viviente, pintado en tonos ocres y con olor a cobertizo, a América profunda, a catolicismo millennial y a trauma generacional, donde trata de convencernos de haber hallado una paz imprecisa pero estable, luego de haber atravesado un necesario y decisivo periodo de abstracción. Su voz, manipulada y retorcida casi hasta el quebrantamiento, navega entre paisajes minimalistas con la sutileza de un relator ensimismado que pretende hacer nuestras sus memorias menos amables; unas que nos hablan sin pelos en la legua de intentos de suicidio (“Idaho Alien”), de relaciones fraternales de auténtico amor-odio (“Prizefighter”), o de la imaginería religiosa que marcó su infancia y su manera apostólica y eucarística de entender la vida (“Deep Red Sea”). Con todo, y a pesar de esa nube de introspección perpetua que oscila sobre su propuesta, Powers no pierde su impecable habilidad para crear temas que de inmediata pegada, tal y como comprobamos en “Mercury”, una conmovedora joya en clave de dream-pop y con estribillo pegadizo que insistirá en ahondar en esa obsesión natural del ser humano por encontrar una vida inmaculada (“Does heaven glow? Glow like mercury”).
Con “Heaven Is A Junkyard”, Powers parece haber dejado de soñar despierto, narrativamente hablando, en favor de acoger con aceptación y conformidad la cotidianidad de su pasado y presente. Una catarsis etérea que nos muestra su cara más vulnerable, desprovista de aditivos que suavicen el daño, y con la que logra hacernos sentir más próximos que nunca de su verdadero ser.
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