La pena que late y suena en las entrañas oscuras y luminosas de una guitarra, seis cuerdas que lloran y necesitan romper tabúes sin sentido del pasado, muros de silencio levantados en el seno familiar; contar un secreto, afrontar y compartir culpas y así, hasta donde sea posible, sanar heridas que nunca cicatrizan del todo. Un viaje redentor en dieciséis pistas sinceras y pasionales, amor y dolor sin filtros ni frenos de mano, canciones rebosantes de duende y de genuina flamencura gitana que, al mismo tiempo, muta, se transforma y vuela hacia otras galaxias, abrazando y fundiendo raíces con rabiosa contemporaneidad que mana con la misma naturalidad que brotan las flores del campo. Son palabras mayores y pueden sonar grandilocuentes, pero en la personalísima guitarra flamenca de Yerai Cortés resuena el eco virtuoso y el pellizco, el clasicismo y la efervescente modernidad del mismísimo Paco de Lucía. Dicho queda.
Y como todo genio con voz propia, de la oscuridad, de la pena, de las lágrimas que queman en la cara, hace que nazca un manantial de luz y deje la sombra vencida. “La guitarra flamenca de Yerai Cortés” es un disco debut con alma de banda sonora, canciones que van de la mano de la película documental del mismo nombre, ópera prima dirigida por el músico y productor Antón Álvarez, C. Tangana. Colaboración que surge del casual encuentro entre ambos en una fiesta donde Antón quedó completamente hechizado por la magia que desplegaba Yerai al toque. Hablaron, conectaron personal y artísticamente y, cuando Antón le preguntó en qué estaba, Yerai le contestó que tenía entre manos “un disco de guitarra instrumental que hablaba de historias muy explícitas y que quería acompañarlo de una gran carga audiovisual”. Debido a todo esto, aunque el disco es el origen del documental, parte de sus surcos se han nutrido de muchas de sus escenas, diálogos y declaraciones de los personajes (sus padres, el propio Yerai y La Tania, su pareja), ayudando a completar el puzzle emocional cantado y contado a través de su guitarra.
Así, dentro de las dieciséis pistas que conforman el disco, encontramos piezas que funden con diálogos del documental o incluso interludios (skit) que se irán intercalando entre las canciones. De “Una pena (skit Pucho)”, donde el director del documental cuenta el contexto del que nace este trabajo, la temática y latido central del mismo: “un disco que, aunque es de guitarra, cuenta su vida, habla de su familia, y habla en concreto de una pena, una pena que él le quiere contar al mundo”. Cuenta atrás y despegamos con “Romance”, un minuto de toque clásico, contenido pero espacial al mismo tiempo, que funde con los primeros secretos que reflotan a la superficie: el padre de Yerai desvelando que le pillaron con drogas antes de que naciera su hijo y que, tiempo después, tras el juicio, terminó en la cárcel por ello. La historia continúa con su padre y la primera gran pieza de guitarra, “Maikel Nai”, desbordando belleza y sensibilidad propia al toque, para fundir de nuevo con el relato anterior, en el que su progenitor cuenta cómo fue el día que la policía entró en casa y encontraron la droga. Suena una caja de música y “Las magias de mi mama”, presentación del personaje materno que “no es bruja, es mágica”, donde ella cuenta el conjuro que hizo para no verlo más… Y ahora sí, está hecha para él, para su padre, uno de los temas grandes del disco, “La Plaza Argel”, con La Tana desplegando embrujo y arañando a cada quejío, al dolor que separa cantado, partiéndose el pecho entre jaleos, palmas, el baile indomable de Yoni “El Remache” y un padre que llora en medio de la plaza… Las duquelas, las penas hay que bailarlas y llorarlas con alegría, borrarlas (aunque sea temporalmente) por fiestas, bien rodeado de los tuyos, y eso hacemos con Tía Ana y compañía en otra pieza rebosante de compás y arte por los cuatro costaos, “Los gitanos sonamos así”, un oasis protector rebosante de júbilo que para las manecillas del reloj de la pena durante poco más de dos minutos.
El siguiente skit es del protagonista y su título es otra de las metas que persigue con este trabajo tan sincero, desnudo y descarnado, que su familia, que los suyo sepan quién es, “Que me reconozcan”, porque haga lo que haga, siempre será él, Yerai Cortés. “El que en la vida se pierde, a cadenillas le amarran, si alguna vez me veis perdío, amarrarme a mi guitarra”. El ecuador lo alcanzamos con la espectacular y liberadora “Sonar por bulerías”, pura clase y fantasía desenfrenada a las seis cuerdas, con Yerai como director de orquesta o astro espacial sobre el que gravitan los estelares coros femeninos y palmas (Macarena Campos, Triana Maciel, Salomé Ramírez, María Reyes, Elena Ollero y Nerea Domínguez) en otro derroche de compás que te centrifuga el corazón sin que apenas te dé tiempo a parpadear. Interludio “TK (skit mama)” en el que se nos comienza a presentar un nuevo personaje muy importante que no conocíamos y sobre el que cuesta mucho hablar: “Ay, no puedo… Aquel día en las escaleras la cantó, y yo, sin saber na, yo sabía a quién iba esa canción…”. Y la música una vez más como sanación, como terapia, como única forma de darle voz y expresión al doloroso silencio en “Es tanto lo que me callo”, con los quejíos de sangre y alas abiertas de una Remedios Amaya imperial por seguiriyas, gitanería y sentimientos a pecho descubierto, con el toque contenido y doliente de Yerai y el zapateo y compás maestro de Farruquito. Cogemos aire y se nos desvela en el siguiente skit del protagonista el gran secreto, esa gran pena que late, ruge y devora el núcleo sentimental familiar, “Tengo una hermana (skit Yerai)”: “Y yo creo que de todas las cosas que ella tenía, han sido por el silencio ese que tenía, eso era lo que le estaba causando todas las enfermedades por dentro. Y creo que, si yo tengo algún poder de contar, de transmitir algo con la guitarra, con la letra, no me voy a callar, y creo que no lo estaría contando por mí, sino por todo lo que se calló ella… Creo que se lo debo, y creo que se lo debe mi madre y creo que se lo debe mi padre, y creo que el que lo sepa y se lo haya callao, se lo debemos”. Una pérdida y un vacío inabarcable, el que deja una hermana, una hija, una persona que nunca pudo ser lo que quería. “No me hace falta tenerte pa querer como te quiero, no he dao un beso en la Tierra como el que te mando al cielo. Por tu silencio lloro, lloro, lloro, lloro de pena, tenemos la misma sangre que nos corre por las venas…”. Imposible abrirse más el pecho y, bien arropado por las palmeras, coristas y cantaoras que brillan a lo largo de los surcos, Yerai, además de exprimir su guitarra, se atreve a cantarle directamente a su hermana.
El amor de una madre se hace conjuro protector hacia su hijo en “Frágil como una bomba”, con Yerai abriendo los cielos en otra pieza instrumental de altos quilates, para terminar por encarar la recta final de esta historia de amor con espinas, de secretos y errores, de pesares y alegrías en “Lo malo que he sido contigo”; La Tania mirando a los ojos y mostrando las huellas dolorosas del querer, con otra composición y soniquete (cielo ganado para las palmeras y cantaoras) que te atraviesa el pecho y se te queda grabado en los adentros para siempre: “Un gran acontecimiento en mi vida ha sucedido, que vente, vente, vente, vente conmigo. Quiero hacer un remiendo a un corazón que he partío… Esas lágrimas que lloran, también me duelen a mí, a mí me queman la cara cuando las veo salir”. Y sólo el amor verdadero puede con todo y, aunque “dicen que no es época de que florezcan ‘Los almendros’”, la música que late del pecho y brota por las venas de los amantes hace que germine la esperanza hasta de la tierra más yerma: “Y dicen que no es época de que florezcan los almendros… Desde que me ha dicho que viene, viene, están floreciendo, están floreciendo”. Una de las coplas modernas más bellas jamás escritas e interpretadas.
Nos vamos prendados por una guitarra que no conoce techo ni paredes, cerrando con los teclados sintetizados y espaciales de “Malagueña finale”, música que surca los cielos como lágrimas fugaces de fuego que, a cámara lenta, dejan caer el telón final de su estela en la noche, como un último abrazo interestelar que, por momentos, calma la pena y sana la herida.
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