Guided By Voices es uno de esos grupos a los que, con frecuencia, ha resultado complicado seguirles la pista, dada su manifiesta incontinencia creativa y un ritmo de publicación endiablado. Lo mismo que vienen haciendo australianos King Gizzard & The Lizard Wizard... pero desde los ochenta. El combo liderado por Robert Pollard publica ahora “Nowhere To Go But Up”, el que es su tercer álbum dentro de la temporada en curso y con el que ya suman en su casillero en torno a cuarenta discos. El contenido de la nueva entrega de estos hijos bastardos de R.E.M. y The Wedding Present es, en cualquier caso, el esperado cuando se trata de la formación de Ohio.
Un compendio de indie-pop-rock desvergonzado y querencia power-pop algo gamberro y alucinógeno, que evita estructuras clásicas para mostrarse anárquico, pasando de cualquier cosa que pueda parecerse a un estribillo al uso y mientras hace equilibrios en torno a lo que parecen ser líneas melódicas. Un aspecto sonoro que también es parte de su atractivo, convirtiendo esa libertad estilística en bandera creativa. El aspecto añejo de las composiciones, sito en algún lugar entre los ochenta y los noventa del indie norteamericano, también puntúa a favor, y abre el apetito ante uno de esos álbumes que nos recuerdan que siempre habrá bandas de guitarras en las que confiar. En la presente referencia no lucen grandes himnos, pero tienen cabida mayoría de canciones en las que escarbar para extraer ese tipo de esencia reconocible que no falla. Sucede con el trío inicial formado por “The Race Is On, the King Is Dead”, “Puncher's Parade” y “Local Master Airplane”, al que cabe añadir otras dianas como “How Did He Get Up There?”, “Love Set”, “Jack Of Legs”, “Cruel For Rats” o “For The Home”.
“Nowhere To Go But Up” es justamente eso. Ni más, ni menos. Un elepé tejido a la antigua usanza (concretamente esa que Pollard y compañía manejan con soltura y fiabilidad desde tiempos inmemoriales), compuesto por once nuevas composiciones en las que el grupo se explaya mientras todo lo demás parece resbalarles. Un efecto balsámico que contagia al oyente hasta trasportarlo a algún momento en el que todo era más sencillo, y en donde esos guitarrazos gruesos de formas algo amorfas parecían ser lo único realmente necesario junto con amigos y cerveza, dejando que la euforia juvenil hiciera el resto.
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