¿Capricho paralelo? ¿Brindis al sol? ¿Fruto del horror vacui? Absolutamente nada de eso. Si este hombre no para, es porque tiene cosas importantes que decir. Y este primer disco a su nombre confirma lo que cualquiera podía sospechar: que estamos ante una de las grandes voces del pop (¿de las islas? ¿británico? ¿europeo?, diría que de cualquier pop) de los últimos cinco años. Un digno legatario de Morrissey, Nick Cave, Jarvis Cocker o Neil Hannon, tal y como se nos destapa aquí. Un letrista, cronista (no solo crooner) y vocalista mayúsculo, más versátil que nunca.
Cualquier duda razonable acerca de su valía sin el sostén de Fontaines D.C. se volatiliza de un plumazo. Sin el nervio post punk, sin las guitarras afiladas y el chute de electricidad de sus compañeros, el dublinés no solo no empequeñece: entra en otra dimensión. Preñada de lirismo, delicadeza, vulnerabilidad y una emoción serena. Porque la honestidad ya se le supone, como decían del valor y los soldados. Hasta el ardid de recurrir a su novia, Georgie Jesson (directora del videoclip de “The Score”), se revela como una genialidad: basta escuchar cómo empastan sus voces en el suntuoso pop de cámara de “Bob’s Casino”, a lo Lee Hazlewood y Nancy Sinatra, o cómo mezclan en la melodía circular, a ritmo de vals o de vodevil, de “Last Time Every Time Forever”, ambas con unos precisos y preciosos arreglos de cuerda. Súmenle la producción de Dan Carey, tan eficaz y ambivalente como siempre, para rehogar el regusto orgánico de un dechado de pop artesanal en el que las guitarras acústicas, los violines y los pespuntes electrónicos conviven en plena armonía, perfilando un trabajo de folk del siglo XXI en el que apenas comparecen las sombras de las recientes colaboraciones de Chatten con Kae Tempest o Leftfield.
Me comentaba precisamente Tempest hace unos meses, al hilo de aquella colaboración, lo impresionada que estaba con Grian. Lo mucho que le admiraba como poeta. No es para menos. Pero también como alquimista sonoro. Los beats emergen en una “The Score” que empieza acústica, en una “East Coast Bed” que se desenvuelve a ritmo de trip hop sin parecerlo (celestial y ensoñador estribillo, por cierto) y en una “Season For Pain” que desmiente su condición de balada. Y lo del folk se advierte sobre todo en la combinación de violines, piano y guitarras acústicas de “Fairlies”, con olor a un salitre que recuerda al de los Waterboys de "Fisherman’s Blues" (1988), y en la salmodia de “Salt Throwers Of A Truck”, los dos momentos en los que el irlandés se postula con más claridad como trovador, dictando melodías que podrían anidar instantáneamente en cierto imaginario popular. Creo que no sería exagerado decir que ni su más ferviente devoto podía esperar un debut en solitario tan sobresaliente.
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