Desde comienzos de año, Gorillaz han venido entregando un buen número de canciones y vistosos vídeos con los que animar la escena. Una serie de temas que, junto a otras inéditas, se agrupan ahora para dar lugar al que sería el séptimo álbum de ese invento virtual surgido en el año 2000 de las mentes del vocalista Damon Albarn (líder de Blur y de The Good, The Bad & The Queen entre otros) y el dibujante y diseñador gráfico Jamie Hewlett. Una referencia con once piezas en su edición estándar, que crece hasta las diecisiete en su versión deluxe, adornadas todas y cada una de ellas con intervenciones de artistas de primer orden. No es de extrañar, por tanto, que el presente lanzamiento derive en la agrupación anárquica de cortes independientes entre sí y que lucen más por separado que atendiendo al sentido global del conjunto.
Y es que, tal y como tiende a suceder con los elepés del combo, este es un cajón de sastre en el que tienen cabida todo tipo de géneros y estilos, desde hip hop a rhythm & blues, pasando por (el hoy por hoy obligatorio) synth-pop, electrónica, indie-pop, soul o incluso bossa nova. Una variedad sonora y también explícitamente multicultural que enriquece el resultado, pero que al mismo tiempo impide esa lógica que podría entenderse como inherente al concepto clásico de álbum. Una peculiaridad ésta que, en todo caso, siempre ha formado parte inequívoca del ADN de Gorillaz, y que aquí queda remarcada y tiene como consecuencia la alternancia de elementos realmente interesantes con relleno inocuo e incluso algo repetitivo. Entre las destacadas quedan la inicial “Strange Timez” con Robert Smith de The Cure, “The Valley Of The Pagans” con el omnipresente y siempre bienvenido Beck, “The Pink Phantom” con participación del mismísimo Elton John, “Aries” con el inconfundible toque de Peter Hook (ex bajista de Joy Division y New Order), “Opium” con los norteamericanos EARTHGANG, o una “Simplicity” compartida con la exquisita Joan As Police Woman. Otras partes, en boca del propio Albarn, también resultan pequeñas gemas para los seguidores del londinense en cualquiera de sus facetas. Tal es el caso de “Chalk Tablet Towers” –en la que además aparece St. Vicent–, la exótica “Désolé” junto a Fatoumata Diawara, o la fantástica “The Lost Chord” con Leee John. Por su parte, entre lo prescindible del lote se enmarcarían “Dead Butterflies”, “Momentary Bliss”, “Severed Head” o “MLS”, que aportan poco cuando no apuntan directamente al refrito.
Dos décadas después, puede que los discos de Gorillaz ya no sorprendan por su contenido o la chispa visual de sus protagonistas animados, pero sobrevive el interés por lo que el grupo pueda llegar a ofertar. Una respuesta que tiende al lienzo multidisciplinar rellenado sin prejuicios e incluso algo caóticamente, pero que siempre deja soplos de evidente inspiración y convincente colorido. Es así como su propuesta parece no envejecer, incluso cuando el trazo resulta algo irregular, tal y como sucede en el presente ‘Song Machine, Season One Strange Timez’. Gorillaz nacieron con el cambio de siglo como paradigma de modernismo extremo, y sus artífices han sabido conservar la vigencia y su esencia vanguardista. Tanto que, al igual que ha sucedido siempre con The Chemical Brothers, cualquier artista –de diferentes proveniencias y estratos generacionales– parece querer dejar su aportación al ensayo. Por algo será.
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