Fuzz es ese sonido, esa banda que ningún rockero de verdad podrá reprobar. Sonido sucio, banda densa y guitarrera, machacona, de efectos etílicos si se mezcla con vicios espiritosos y deseos voladores, si se escucha ante un volante o en un sofá. Fuzz remiten a Black Sabbath, y a Black Flag, y compartirían una gira estupenda con White Fence, Mikal Cronin y Thee Oh Sees por las cavernas del rock, siempre capitaneados por Ty Segall, esa reencarnación –anímica más que musical- del gurú contracultural Jerry García. Si en los años setenta la casa del líder de los Grateful Dead en el 710 de Ashbury Street servía de laboratorio químico y experimental para lisérgicas jam sessions en pleno corazón hippy de la ciudad de San Francisco, donde John Cipollina, Nicky Hopkins y demás músicos invitados descubrían hasta dónde podían viajar agarrados a sus instrumentos, hoy es Ty Segall el virtuoso promotor de la última corriente del rock ácido, hard, psicodélico, punk hecho en California. Suya es la producción del segundo de La Luz, como suya es la docena de álbumes en solitario que ya cuenta en su haber. Y la banda Fuzz, como en su día fue Sic Alps, su actual refugio familiar.
El trío de la Costa Oeste –como otras bandas y músicos, abandona la gentrificada San Francisco para instalarse en la descomunal aunque más asequible Los Ángeles- presenta una nueva entrega estructurada como un doble álbum, catorce temas de generosa duración repletos de monstruosas criaturas, marabunta de notas y voces exageradamente crispadas, distorsiones roncas, cambios de ritmo exacerbados, perturbadoras espirales de guitarra. ¿Alguien podría recrear un disgusto de Iggy Pop y una pesadilla de Jimi Hendrix al mismo tiempo? La respuesta es Fuzz . Ya lo demostraron en su debut, con temas como “What’s In My Head” o “Hazemaze”. Y lo siguen perfilando ahora –“Let It Live”, “Burning Wreath”-, con ética punk y cultura “yo me lo guiso y yo me lo como”, tan en boga entre la creativa juventud del XXI.
Como ya hicieran en 2013, Ty Segall se sienta a la batería y canta, dejando que Charles Moothart y Chad Ubovich cabalguen feroces sobre su guitarra y su bajo en paisajes encrespados, como Pipe, o más ondulados, como Jack The Maggot, para luego encargarse él mismo de las mezclas y lanzarnos a escenarios tremendos, dantescos, divinos. Bastaría el tema que cierra este “II”, con igual nombre y más de trece minutos de liturgia garajera, para resucitar al mentado Jerry García, que seguramente estaría orgullosísimo de sus esotéricos discípulos. Y seguramente también se mudaría a Los Ángeles.
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