Parecía que no iba a llegar, pero el debut de Forastero ya es un hecho, sobreponiéndose a las dificultades (principalmente, la salida de Abraham Boba una vez que el crecimiento de León Benavente complicaba compaginar ambos proyectos) y rematando el trabajo realizado a lo largo de los últimos cinco años, con una suma de talentos (Javier Colis, Javier Díez-Ena, Javier Gallego, Daniel Niño, Juan Carlos ‘Chavi’ Ontoria y Sergio Salvi) que requiere también gestionar los egos y poner en orden los intereses de cada cual. Ya habían trabajado juntos, casi siempre por parejas, en proyectos como Ginferno, Los Saxos del Averno, Las Malas Lenguas, Ogun Afrobeat o Dead Capo (y más atrás, en Insecto); en este último coincidieron Gallego y Díez-Ena, siendo el grupo con el que las comparaciones son más asequibles, por aquello de que los dos son proyectos instrumentales, aunque las diferencias también son obvias desde el primer momento: mientras uno tiraba decididamente al jazz, aquí hay músculo, hueso y testosterona. Forastero parte de la música negra (funk y soul, algo que se ha reforzado con los teclados de Chavi Ontoria) para después agitar caderas (y puntualmente conciencias, como en “Dormíamos, Despertamos”) en unas canciones en las que convergen rock, electrónica, jazz frenético y también ritmos de África.
No es un disco fácil, pero a la vez se revela como enormemente agradecido: de las estructuras complejas de estas diez canciones siempre nacen melodías de las que tirar y ritmos a los que aferrarse, a menudo guiados por el saxo barítono de Dani Niño. Entre sus aciertos hay que contar también las distintas vías a través de las cuales se acercan a los 90: la intensidad de Sonic Youth, el post-rock de Tortoise, la electrónica ‘raver’ de Orbital (con una inesperada versión de “The Box”), las texturas de Red Snapper o el homenaje a Mark Sandman en, no podía ser de otra forma, “Morfina” (donde encontramos de paso ecos a The Doors).
No faltan tampoco los momentos más cinematográficos, como en “Por la calle de la amargura”, aunque escapando de nuevo de lo convencional, de manera que lo que aparenta ser un clásico spaghetti-western acaba convirtiéndose en un paso de Semana Santa, con inspiración reconocida en el “Sketches of Spain” (1960) de Miles Davis. Además, volviendo otra vez a los 90, el espíritu de Quentin Tarantino se une al de Ennio Morricone (como por otra parte ocurría en otro gran álbum instrumental, “Asuntos Internos”, de Clint, publicado hace cuatro años), haciendo de “El Submarinista en el Tejado” una llamada a la acción al compás de una poderosa sección rítmica que explota en “Frenesí” o “Baile Watusi”. Para el final quedan los cortes que más se acercan al free jazz, “Medicine Man” (reinventando el original de Roger Webb) y “La balada del hueso lamido”, cerrando este sinuoso y camaleónico álbum, coherente en su diversidad hasta hacer de las fronteras (o mejor dicho, de la ausencia de ellas) su razón de ser.
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