De los rescoldos de “Blanc”, como si fuera un fotograma a medio revelar que esperaba despejar la oscuridad de sus entrañas, aparece “Kevin”. El nuevo disco de Ferran Palau ha sido creado bajo el influjo de ese miedo universal que todo artista tiene a perder la siempre deseada musa. Palau ha optado por protegerla, mimarla y seguir alimentando sus raíces para sufragar esta nueva remesa de canciones. Una obra cocida en un ritual de lo habitual, con el propio artista y Jordi Matas, primos y pareja creativa que, entregados a la cirugía sónica, han seguido puliendo ese concepto artístico que llevan tiempo persiguiendo obstinadamente.
Entre los dos han alcanzado una simbiosis crepuscular entre una narración que aspira a la conquista y una paleta de recursos mínima y precisa. Una derriba zen que consigue penetrar almas como por ensalmo. En unas primeras audiciones “Kevin” puede parecer distante, incluso algo frío y lunar, pero poco a poco se acerca, y empapa al oyente con esa cadencia sexy, harmoniosa y vital que pide y entrega. “Kevin” es sobre todo circular. Posee esa extraña e inaudita fuerza unitiva que se alimenta de opuestos para totalizarse entre su audiencia. Siembra a la vez que recoge, es íntimo y distante, perezoso y exigente. Bebe de la cualidad femenina y masculina con perfecta naturalidad y se mece en cándidas rimas que con el tiempo se han desprendido del pretender y se han concentrado en el ser. Es digital pero próximo. Tiene “seny” y es sensual. Es, sin lugar a dudas, una obra descaradamente seductora que juega con la sutilidad como lo haría un samurai caribeño bailando desnudo en la nieve. Un guerrero que lanza espejos al azar que invitan a habitar mundos paralelos; paisajes llenos de realidad reparadora. Si uno se mira en ellos verá algo difícil de obtener: una serena belleza con una estimulante cualidad sanadora.
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