Hay un hecho intangible que voy a tratar explicar que eleva a los hermanos Felice a mi banda favorita de la americana actual. Puede que sea su rasgo de autenticidad que no se maquilla con dulzones estribillos para tratar de agarrar, o quizás sea ese deje arrastrado que anda de vuelta de todo que los distingue del resto. Su música es tan auténtica como esas raíces a las que rinden su peculiar homenaje, adaptándolas a los tiempos que corren sin echar mano a manidos trucos de estudio, ni al recurso del crescendo épico.
En sus inicios –van por su sexto disco- la crítica más perezosa, entre la que me incluyo, echaba mano de Bob Dylan para ubicarlos, sin pensar que lo suyo tenía un rasgo de autenticidad rural que Dylan nunca alcanzó de lleno, excepto cuando se reunió con The Band en el sótano de su granja para grabar como locos lo que se editaría como “The Basement Tapes”. Pues bien, justo ese espíritu de granja que huele a aguardiente destilado a partir de mondas de patatas, es a lo que suena el último trabajo de The Felice Brothers.
Un disco que muestra a una banda a la que ya se le ha pasado el vigor de su juventud, menos cafre, con un tono más crepuscular y triste. Unos Felice Brothers que llegaron a intuir con su cuarto trabajo “Yonder Is The Clock” una fama que no llegaría pese al certero, pero fracasado intento de lavado de imagen, que supuso el siguiente disco “Celebration, Florida”. Ahora, tras ver que tampoco ha pasado gran cosa y que su estatus se mantiene intacto, se olvidan de querer agradar al resto del mundo para encerarse sobre ellos mismos haciendo lo que mejor saben hacer: tonadas de folk-rock rural sin ambages ni florituras, directo a la yugular del sabor cien por cien americano.
Abren con los lejanos ladridos de un perro que imagino perezoso y lleno de pulgas con el clásico y dulce oscilar de una “Bird On Borken Wing” que, ya nos advierte de entrada, ese regreso a los orígenes tras los devaneos modernos del disco anterior. Acto seguido nos regalan una de las mejores piezas del disco, la dinámica y pizpireta “ Cherry Licorice” en la que vuelve a sonar ese acordeón que tan bien ha definido junto al violín (“Lion”) y la voz arrugada y desgastada de Ian Felice, el clásico sonido de los hermanos. Una celebración que acaba de forma abrupta para dar entrada a la delicada “Meadow Of A Dream”. Aunque si hay un tema que define el tono tristón y apocado del álbum se llama “Constituents”. La voz se va arrastrando a lo largo de una melodía que suena a despedida, marcada primero por un órgano y trazada después por el violín. Menos mal que “Katie Cruel” recupera en cierta medida el pulso roquero de un álbum que se va deslizando a base de certeras tonadas como la magnífica “Alien”.
Su nuevo álbum no es ni de lejos su mejor trabajo, ni tampoco va a cambiar su estatus. Ellos van a seguir a lo suyo, sin reclamar un trono que les pertenece por derecho, pero sobre todo porque se mantienen al margen de lo que la actualidad les dicta. No buscan agradar como los hermanos Avett, ni tampoco el acceso fácil y directo de la épica contagiosa de los Mumford & Sons. Podrían hacerlo y buscar la cara más soul-pop del negocio como el díscolo hermano Simone que un día se fue para probar esa suerte que a ellos siempre les dará la espalda. Demasiado autenticidad es lo que tiene.
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