Cuando Andy Stott actuó en Matadero Madrid hace casi tres años, en el marco del llamado Encuentro de Nuevos Sonidos -que por desgracia no ha sumado más ediciones-, su nombre estaba muy lejos de tener la dimensión que sí alcanzaría unos meses después con el soberbio “Luxury Problems”. Llegaba entonces con unos interesantes primeros trabajos para Modern Love y, sobre todo, el aval de dos EP’s que mostraban el camino a seguir en esa nueva forma de entender el techno, desacelerando al máximo para entrar en una profundidad de ritmos rotos, atmósferas densas y bajos demoledores. Aquella sensación de sudores fríos y aire que se agota es la misma que aparece en “Time Away”, el primer corte de “Faith in Strangers”, un disco que se aleja de la moderada cercanía de su inmediato predecesor para meterse de lleno en la ciénaga que ya habíamos conocido en “Passed Me By” (2011).
En esta ocasión no hay lugar para el claroscuro, salvo, curiosamente, en el tema titular, donde la presencia de Alison Skidmore deviene en un pop melancólico que formalmente tiene poco que ver con el resto del álbum, pero que sin embargo guarda una extraordinaria coherencia. El latido inicial y los silencios posteriores forman parte de un relato de sobrecogedora frialdad, que se había iniciado a 24.000 fotogramas por segundo en “Violence”, con la voz metálica de la que fuera su profesora de piano: “Clap your hands, clap your hands”… hasta dar paso a un beat durísimo que se impone y a la vez ampara una línea melódica más ‘amable’. Como ocurría en ciertos pasajes de “Luxury Problems”, también ahora encontramos un eco remotamente eclesial en “On Oath”, con una suerte de plegaria que en último término evoluciona a un techno dislocado pero también bailable, al igual que “How it Was”, confirmando que en la música de Andy Stott aún se pueden rastrear clásicos como Model 500 o Basic Channel.
“Faith in Strangers” es un trabajo diverso, decíamos, pero no disperso: el dinamismo de “Science & Industry” y “No Surrender” ofrece una cara más concreta, mientras que en “Damage”, sobre un manto de ruido y disonancias, encontramos un mayor grado de abstracción. Es lo mismo: resultan igualmente incisivas, devolviendo el reflejo de una realidad enferma y logrando que ese frío del que hablábamos antes acabe traspasando la piel, porque hay más emoción en estos 54 minutos que en toda una pila de muchos de esos discos de lágrima fácil, voz quebrada y rupturas dolorosas con que nos encontramos dos de cada tres días.
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