No es razonable reclamar a Stereolab que sorprendan –aunque, si se pone atención, asombran e impresionan-. Hay que exigirles que continúen girando impulsados por su propio estímulo drónico, que perseveren en la descripción de una órbita perpetua entorno a lo analógico y lo hipnótico, que se sigan atrincherando en el loop estructural para recalcar una vigencia que no necesita de anuncios a doble página.
Sus discos constituyen toda una exhibición de equilibrio pop en estratos, de arte en la reconfiguración iterativa de un inagotable repositorio de ideas propias, correlaciones internas y elementos del pasado (el suyo y el de un millar de fuentes que están ahí para todos, pero que ellos ven mejor que nadie). Stereolab se deben a un triple compromiso: con el sonido, con los sentidos y con las políticas personales. Es un compromiso completo, una aleación todavía por igualar. Un compromiso que no se degrada con el tiempo, sino que se renueva a lo largo de éste. El grupo lo reformula a cada paso y lo proyecta con majestuosidad, reduciendo al absurdo a quienes les piden, a saber por qué, algo tan sencillo como la sorpresa.
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