Alegar que en el campo de la música, u otra disciplina, todo está inventado, y por lo tanto resulta baldío el intento por atraer la atención del oyente, sería como reconocer que nuestro lenguaje cotidiano, dado que cualquier idea que expresemos habrá sido ya expuesta con anterioridad, no contiene ninguna funcionalidad. Obviar, al margen de las lógicas evoluciones a las que está expuesta cualquier herramienta de comunicación, la excepcionalidad que supone cada forma de expresión particular, única e irrepetible por una mera cuestión matemática, significa delimitar sustancialmente el impulso creativo. De ahí que asegurar que el listado de elementos que entran en combinación en la propuesta esgrimida por Edu Errea, ya sea la utilización del country-rock como el latido eléctrico del power pop, han pasado ya por demasiadas manos es algo tan cierto como inexacto, porque lo especialmente sugerente y diferenciador de su obra no se esconde en lo sorpresivo que cada uno de esos ingredientes puedan suponer por separado, a pesar del excelente dominio que de ellos demuestra, sino en el fascinante manejo desplegado para encontrar un hilo conductor entre esos eslabones provenientes de naturalezas diferentes cuando no casi antagónicas.
Un destino musical que sin embargo no es en absoluto fruto únicamente de una determinación individual, ya que, reconociendo por supuesto la sobresaliente labor de su -remozada par este ejercicio- banda, integrada por Javier Indurain, Carlos Colina y Xabier Jareño, la presencia de un productor tan icónico a estas alturas como Paco Loco, con el que repite experiencia, ejerce del mismo modo como ariete a la hora de direccionar el trayecto de este “I Became What I Hated”. Más allá de las labores técnicas inherentes a su papel, y la consideración respecto a su aportación instrumental, su tarea a la hora de encontrar el camino más identificativo y diferenciador para el proyecto, canalizando y exponenciando las aptitudes vertidas por el autor en cada una de las canciones, es un ejercicio digno de remarcar y ponderar.
Una unión de factores que en este nuevo capítulo, el tercero en la trayectoria individual de Edu Errea, se alían para representar un escenario enfocado desde un punto de vista más clásico y orgánico, condición sellada por un acento nostálgico que cala en buena parte del repertorio, obsequiándole con una unidad emocional que desemboca en la configuración del mejor trabajo hasta la fecha firmado por el navarro. Porque son esos pequeños detalles, perfectamente limados y que recubren el grueso de la obra los que, asimilados entre unas características ya plenamente establecidas, certifican un trabajo especialmente atinado. Piezas que de nuevo conjugan un verbo autobiográfico donde poco importa si el contexto escogido o los personajes seleccionados son ficcionados o reales, ya que es la esencia que habita en ellos la que logra expresar ejemplarmente ese espacio sinuoso e irregular donde se empeña en esconderse la aspiración romántica.
Secuencias de logros y desencantos emocionales, donde predominan más los segundos, que conforman una madeja que comienza su andadura con el paso melancólico y sigiloso de una “Paper & Ink” que ya nos desvela la prioridad concedida a unas cautivadoras armonías que, tratadas con un exquisito empuje eléctrico, toman conciencia del legado depositado por Wilco. Armazón instrumental que, evitando siempre la ensimismamiento y el apabullamiento del oyente, encuentra su expresión épica, contexto idóneo en el que poder invocar la figura de Neil Young, en una sublime “Wine, Lies & Rum” o esgrime su tratamiento más versátil y contemporáneo, herramientas compartidas por War On Drugs, en una, a pesar de todo relajada, “Louise”. Despliegue de detalles y sugerentes decoraciones que se aposentarán en un segundo plano para dejar el paso libre al piano y al contrapunto vocal generado entre el propio Edu Errea y Roberta Gangui para lograr que “Crazy in Love” respire entre el silencio como un suspiro romántico.
Ese cariz más clásico que conquista el tono global del álbum encuentra su firma más explícita desde la pedal steel que aporta su aullido en el especialmente pegadizo dibujo musical de “Keep Me in Mind”, aptitud igualmente destacable cuando es alcanzada gracias al armonioso tono interpretativo, a lo CSN&Y, de “True Love”, hasta el honky tonk aguijoneado por el doliente acento de Gram Parsons que dicta el desarrollo de la campestre “Wasted Chances”, nuevamente insuflada por la esencial aportación femenina. Ademanes de ascendencia tradicional que alcanzan su colofón en una preciosa pieza final homónima que sería avalada sin reparo alguno por los más entonados Jayhawks. Modismos que sin embargo no opacan los anecdóticos, en cuanto a cantidad pero significativos en lo relativo a su calidad, arranques de electricidad que, ya sea bajo la impetuosa distorsión de “Robinson” o marcados por una nostálgica pero de trote ligero “You Don’t Know How To Flirt”, resultan igualmente parte destacada de un camino que, a lomos de Teenage Fanclub o Tom Petty, también puede ser descubierto con pisada vigorosa.
“I Became What I Hated” se postula como el mejor disco hasta la fecha de Edu Errea precisamente porque en él practica una perfecta asimilación de lo que significa sonar clásico, sin complejos a la hora de enseñar las cartas con las que juega pero adoptando sin ningún tipo de prejuicio su propia idiosincrasia para interpretar esa herencia universal. Alabanzas referidas al aspecto musical que exactamente igual se pueden extrapolar a unos textos que, dictados bajo las eternas -y como tal consustanciales al ser humano- tribulaciones que genera ese escurridizo camino que tiene por destino ofrecer placidez a nuestro corazón, se exponen con desparpajo autobiográfico. Canciones surgidas desde la absoluta necesidad existencial del autor y que gracias a su exquisito contenido se convierten en una sobresaliente entonación de nuestros propios desvelos.
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