Qué bien le ha sentado a Thalia Zedek su alianza con Gavin McCarthy y Jason Sanford en los últimos tiempos. Ampliando horizontes expresivos, exprimiendo las posibilidades de algo tan teóricamente finito –y agotado, según muchos– como es el rock de guitarras, el trío de Boston refina su propuesta con un tercer álbum rebosante de dinamismo, tensión y ese concepto tan físico de la música que ya es marca de la casa desde hace casi una década, y que da pleno sentido a la etiqueta de música “soul para máquinas” que se sacaron de la manga con su anterior disco.
Los virus y las infecciones de nuestra modernidad líquida (no sabemos si antes o después de que cundiese el brote del Coronavirus) son la palanca temática que activa y cohesiona sus nueve canciones, y posiblemente sea esa la razón de que su poder de contagio –en lo sonoro– adquiera más matices que nunca en su aún corta discografía, ya sea mediante patrones rítmicos prácticamente funk (“Acid Mantle”), escaladas de intensidad guitarrera llevadas al límite (“Sunrise”), cambios de ritmo legatarios de Gang Of Four que derivan en detonaciones bajo control (“Dead Drop”), desarrollos sombríos e intrigantes (“Gelding”) o estribillos que florecen entre un enjambre de guitarras en algún lugar equidistante de Fugazi y Sonic Youth (“Like A Leaf”).
Da la sensación, en resumen, de que es este el disco de E en el que más equilibradas están las aportaciones de sus tres vértices, en el que con más naturalidad se traza la intersección entre la herencia de Come, Karate y Neptune, y también en el que el marchamo experimental del proyecto se atenúa en favor de canciones que, en efecto, parecen más canciones que nunca.
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