Con su banda Crowded House y en solitario, el veterano neozelandés (56 primaveras) lleva unos cuantos años haciendo pop decente, lastrado por un amaneramiento cercano al mainstream y algunos tics demasiado miméticos respecto a los eternos Fab Four de Liverpool. Con su tercer álbum en solitario y salvando las distancias, Finn intenta algo similar a lo que en su momento consiguieron Wilco con “Yankee Hotel Foxtrot” (por no hablar de los Beatles), pasar de un sonido clásico de instrumentación convencional a texturas experimentales. De intentarlo se ha encargado el ex Mercury Rev y productor Dave Fridmann (The Flaming Lips, The Delgados), que viste sus canciones que tienen un pie en el pop y otro en el soul, de psicodelia espacial más o menos colorida y audaz. El lavado de cara (en ningún caso, deconstrucción radical) podría haber desembocado en desastre, pero Finn no sale mal parado del reto. Y aunque el sintetizador analógico a lo Vangelis y el falsete de “Divebomber”, el estribillo demasiado blando de “In My Blood” y otros momentos flirteen con esas melodías melifluas que reinterpretan a los Beatles en clave pastelera, al final encuentro una dignidad rara en las once canciones.
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