Del “Friday On My Mind” a “Wonderwall” no sólo pasaron treinta años sino la banalización de un sonido, una estética y (lo más importante) la identidad de un movimiento como el mod que hacía del orgullo de clase su bandera. Lo explicaba recientemente muy bien el crítico Taylor Parkes en un artículo para The Quietus a propósito de los veinte años de “Parklife”: el britpop fue posiblemente el último “great rock’n’roll swindle” y la perfecta banda sonora para la glamourización del Partido Laborista y su romance con el liberalismo salvaje.
Jason Williamson, que no es precisamente un chaval, vivió todo eso en primera persona y la consecuencia inevitable fue que decidió romper filas para interesarse por otros sonidos y contadores de historias digamos que más “reales”. Hablando en plata, el rap neoyorquino de los noventa con Wu-Tang Clan a la cabeza, gente que en sus propias palabras “no es que tuvieran cierto interés simplemente porque eran más pobres que tú, sino que contaban historias interesantes y con estilo”. Sleaford Mods surge en esencia de la colisión de esos dos mundos, el sabor del punk-rock inequívocamente británico trasladado a una gramática rap, con recitados furiosos en fondo y forma, y un Williamson al que no es difícil imaginar en sus conciertos regando a las primeras filas a salivazo limpio. Testosterona a saco.
El dúo lo completa un Andrew Fearn responsable de esas esqueléticas líneas de bajo y la programación de la caja de ritmos, y con esta fórmula cada vez más afinada, más acelerada e hiriente llevan publicados tres discos y una recopilación de singles que inevitablemente disparan las comparaciones con The Fall, The Streets o Arab Strab. Con todos ellos comparten su categoría de cronistas del working class norteño y que necesitan poco más que un bombo, la caja y un pack de cervezas para montar una fiesta. Pero mientras Aidan Moffat se regodea en su miseria sexual y Mike Skinner le canta a su Playstation, Sleaford Mods están aquí para cagarse en la puta madre de aquellos que han convertido su barrio en un ghetto para perdedores. “Grandes sillas de cuero y murales en viviendas tipo Tudor / crearon a un millón de alcohólicos callejeros que tú no conoces” dicen en “Smithy”. Su concepto de la sinestesia tal vez no resulte especialmente poético, pero sin duda crean imágenes que nos ponen rápidamente en situación: “El olor a meada es tan fuerte que podría pasar por bacon del bueno”. Y todo ello condimentado con la mayor acumulación de “fuckings” -pronúnciese “fooocking”, a la manera norteña- que escucharás este año, aún si Tarantino se decidiese a estrenar película.
Tal vez la crisis galopante que sufre la música británica haya colaborado a que su poderosa prensa se lance a encumbrar este “Divide And Exit” que, sin ningún lugar a dudas, es la mejor grabación del dúo hasta la fecha. Puede que a alguien ajeno a su entorno le cueste conectar con un discurso que, por otra parte, es extrapolable a esta España de chichinabo. Y es cierto que más allá del impacto inicial, la crudeza de su sonido tiene referentes claros que fueron superados en los lejanos tiempos del post-punk. Pero más allá de todo eso, el súbito interés por la propuesta de Sleaford Mods demuestra que estamos necesitados de grupos y de canciones tan molestos como unas almorranas. Y que Sleaford Mods son las almorranas del rock británico contemporáneo, eso amigo es algo no me vas a poder discutir...
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