La polémica más o menos enconada sobre el reciclaje de géneros y estilos se remonta a mediados de los noventa. Es curioso, pero fue el Britpop, movimiento más o menos artificial que miró sin rubor al pasado (plagios incluidos), quien enterró el shoegaze ahora resucitado; bastante introspección y negatividad habíamos tenido con el grunge, de modo que grupos como My Bloody Valentine, Slowdive o Ride acabaron semi olvidados entre la indiferencia. Hasta hoy.
Era cuestión de tiempo que bandas jóvenes reivindicaran el romanticismo desatado de aquella estética juvenil (a Slowdive les ha tocado vivir la gloria en diferido), y los neoyorquinos DIIV son desde hace años alumnos muy aplicados de aquella breve aventura de los primeros noventa. En su cuarto trabajo recurren al productor de Beach House, Chris Coady, otro amante de las brumas melancólicas, con diez composiciones sobresalientes que, aunque se pegan estrictamente a los cánones del género, trascienden la copia. ¿Que cómo? Pues de la única manera que puede hacerse: con canciones inspiradas.
La ironía es que este solemne y magnífico “Frog In Boiling Water” -amarga metáfora sobre el poder corrosivo del capitalismo salvaje de la era tecnológica de la concentración: ahí Marx acertó- deja en paños menores discos recientes de algunos de sus ilustres referentes que intentan subirse a la ola. Demostrando, a base de intensidad guitarrística -las maravillas que se pueden seguir haciendo con este instrumento-, tensión melódica, tempos hipnóticos y melodías venenosamente melancólicas, que no basta con el nombre, y que sólo hay un camino para dignificar cualquier género.
De “In Amber” y “Brown Paper Bag” a “Fender on The Freeway” y su mágico bucle final, los de Brooklyn nos embarcan en un viaje en el que demuestran que la belleza trascendente no es ningún lujo, sino una profunda necesidad humana.
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