Independientemente de su innegable singularidad dentro de la escena rock nacional, la figura de Nacho Vegas sigue razonablemente sujeta a un buen número de suspicacias. El cultivo consciente de ese aura de malditismo, la estrecha imbricación entre textos y su correlato sonoro y, sobre todo, la aparente impostura que deriva del hecho de adaptar sin ambages unos códigos inequívocamente anglosajones al castellano (con el consiguiente riesgo de embarrancar en el cliché) son árboles que, muchas veces, no dejan apreciar en toda su dimensión la valía real de su bosque.
Su tercer álbum ni descorazonará a los conversos ni acabará por convencer a los escépticos. Sí servirá, al menos, para afianzar un discurso que se muestra aquí más sólido que nunca, provisto de un sonido más panorámico y sustentado en una auténtica banda. El sentido tragicómico de la muerte sobrevuela entre las disquisiciones acústicas marca de la casa (“Ocho y medio”), los guiños a una intensidad rock que, en su caso, ya parecía cosa del pasado (“Ella me confundió con otra persona”, “Perdimos el control”), alegorías con la salvación eterna como telón de fondo (el final de “Cerca del cielo” es puro Nick Cave) y llamadas a un hasta ahora inusitada jovialidad (los coros y los vientos que adornan “El hombre que casi conoció a Michi Panero”), hasta acabar redondeando su trabajo más completo.
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