Marcos Crespo es vallecano, tiene veintitrés años y hace post-punk. Sí, así como suena. Puede parecer una contradicción en sus tres términos: por procedencia, edad y género. Ni el distrito, ni la edad ni el estilo podrían parecer los idóneos para conjugarse de forma simultánea (los tres) y en primera persona del presente. Pero para él es algo natural, fluido, que aborda con desenvoltura. Y con canciones que –a la vista está: dos de ellas sobrepasan los dos millones de reproducciones en Spotify, y varias van en camino– conectan con muchísima gente.
En realidad, no inventa el mecanismo de la rueda, pero la hace girar que da gusto. After punk (me encanta utilizar la denominación vintage, ya me perdonarán) fibroso, evocador, dinámico, vidrioso, de sintetizadores expansivos, punteos de guitarra hipnóticos, comezón existencial muy de última generación y bajo presupuesto, que transmiten todo aquello que se le puede pedir a la música popular hoy en día: honestidad, ausencia de dobleces, reflejo de la realidad y captura de algo parecido al zeitgeist –“apocalipsis virtual, qué difícil es el mundo real/dame dinero, nunca sé lo que quiero, voy a comprar gasolina y mechero/entre tanta gente me siento pequeño, prefiero pasar el tiempo en mi imaginación”–, con un mejor acabado que en su anterior EP homónimo de 2020. Y un romanticismo sui generis, de ánimo quebradizo.
Que lo haga siguiendo una plantilla sónica que ya hace cuarenta años parecía enfilar la obsolescencia habla mejor de él – desde luego – que de quienes compartimentan la música pop en función de su edad o del momento de su descubrimiento. Incluyendo a quien esto firma, por supuesto. Aquí hay tela por cortar.
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