El séptimo disco de Cindy Lee, tiene un sonido tan “lo fi” que parece que hubiéramos entrado en un sótano y escucháramos a través de sus paredes la actuación de una banda encerrada allí con nosotros. No de cualquier banda sino de una extrañamente fascinante, imagínense a Dean Stockton en “Terciopelo Azul” cantando el “In Dreams” de Roy Orbison micrófono iluminado en mano, a esa especie de fascinación y, a la vez, de incomodidad.
Todo es absurdamente seductor, una especie de The Velvet Underground haciendo versiones de temas de The Ronettes, un poco como The Jesus & The Mary Chain y Deerhunter turnándose en el escenario para atacar temas de The Shangri La’s y Patsy Cline. Pero todo extrañamente personal, fascinante y un punto decadente.
Repito mucho lo de fascinante, pero es que es la palabra que más me viene a la cabeza según lo he ido escuchando más. No engaño si la primera vez que leí sobre el disco pensé, esto puede ser un disparate o una maravilla, y, tras mi primera escucha, estaba más cerca de lo primero que de lo segundo. Pero en la segunda ya iba cayendo rendido a sus delicias, a la atrayente melancolía de “All I Want Is You” y a esas líneas de guitarra que la van construyendo, a la ensoñadora “Always Dreaming”, a los cambios sorprendentes que iban dando las canciones, a ese eco mórbido al comienzo de “Flesh And Blood”, a las guitarras psych, a los coros doo wop, a la irresistible “Kingdom Come”, a la melodía de la canción titular, a que “Baby Blue” sonara como un viejo y cascado vinilo de 45 rpm, a los ecos country en “Demon Bitch”, al glam de “Glitz”, a la incoherencia general de un disco que, en cambio, comenzaba a sonar como un gran todo.
Se me hizo la luz cuando me di cuenta que sonaba como si fuera el disco prometido por las bandas indies de los primeros años 2000, ese momento en el que la aparición de Internet puso toda la música hecha a disposición de todo el mundo, e hizo que alguien pudiera tener, como cantaba James Murphy: “una compilación de cada buena canción jamás hecha por alguien. Todas las grandes canciones de The Beach Boys. Todos los éxitos underground. Todas las canciones de The Modern Lovers. He oído que tienes un vinilo de cada disco de Niagra de importación alemana. He oído que tienes un white label de cada éxito seminal del techno de Detroit –1985, '86, '87. He oído que tienes una recopilación en CD de todos los buenos cortes de los sesenta y otra caja de los setenta”. Y es que este es un poco el disco de alguien que adora a Can y a Roy Orbison, a The Velvet Underground y a The Ronettes, a Broadcast y a Elvis, a Deerhunter y a The Beach Boys, a Ariel Pink y a Patsy Cline, a Whitney y The 13th Floor Elevators, a Women y Sweet, a dulzura agriada y a caramelo envenenado.
Porque “Diamond Jubilee”, a pesar de ser un disco inclasificable desde el principio, todavía encuentra momentos sorprendentes, como como el funk soul instrumental de “Olive Dab” o esa especie de pop de cámara gregoriano que es “Le Machiniste Fantasme”, claro que no todo funciona como el techno synth de “Gayblevision”, lo que pasa es que, hasta en sus momentos más bizarros y menos disfrutables sigue siendo fascinante, como si no pudieras apartar la mirada en un accidente. Puede que esa sea una de las razones de su éxito entre la crítica, aunque creo que la principal es que este es un disco de notable alto pero es una historia todavía mejor…
No en vano, estamos hablando de un disco que se va más allá de las dos horas, no está en Spotify y aunque te lo puedes descargar gratis, puede que eso sea pedir demasiado para estos tiempos en que la gente ha dejado de acumular discos, e incluso aparatos de reproducción, en casa, basta un ordenador y un altavoz. Pero es que más allá de su duración y su disponibilidad está la propia historia de Patrick Flegel, el tipo detrás de todo esto, alguien que empezó en Women, en ese momento en el que el indie de principios de los años 2000 parecía en la cresta de la ola, ese al que empujaban cientos de blogs y paginas independientes, ese en el que había etiquetas como Hypnagogic pop, para luego marcharse y formar otro proyecto hasta acabar abrazando su alter ego drag, esta Cindy Lee que ya había sacado seis discos que pasaron casi desapercibidos antes de que esta especie de monumental piedra Rosetta del rock underground le haya convertido en una nueva celebridad que recibe los halagos de la prensa especializada.
Puede que, por todo ello, los elogios hayan sido excesivos. Este no es un disco perfecto, ni creo que quiera serlo, entre sus 32 canciones encontramos paja y hacia el final comienza a sonar un poco repetitivo.
Aun así, no creo que le recortara ni una sola canción, creo que en su hipérbole y su incoherencia está parte de su magia. En un momento en que cada disco está planeado hasta el último detalle “Diamond Jubilee” suena a extraño milagro “underground”, a sueño húmedo de los usuarios de Rate Your Music, a descubrimiento en cada surco, en cada línea de guitarra y cada cambio de acorde, a imperfecta joya que fascina tanto por sus aciertos como por sus errores.
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